¿Qué tienen los gritos?

La paz del camino, la sombra oscura de los cerros como lienzo de fondo sobre los que las alamedas despliegan sus colores, diluyen el enramado oscuro, encienden el plumero de las cumbres; caminar despacio, dejar al ánimo campar por el paisaje, observar el movimiento de los árboles, penetrar el gris ceniza de las laderas próximas. La línea de ese estrato que sube a mi izquierda y que señala la historia de la agitación de la tierra, de la que nosotros no llegaremos a ver más que un ínfima parte. Ordenaremos nuestra vida, eso sí, como si fuéramos el centro del tiempo. Ya tuve esa intuición hace años atravesando el Himalaya por el Karakoram. El movimiento rígido de las ramas desnudando con su fiesta de color el campo no es otra cosa que el metrónomo que nos dice de nuestro tiempo efímero. Llueve camino del desfiladero de Lumbier. No es fácil vivir en la percepción del tiempo que transcurre, mirarle consumirse acaso entre unas pocas inquietudes, consciente de nuestra levedad e insignificancia

¿Qué tienen los gritos?

Ahora el ruido del mundo me aturde, si le hiciera mucho caso me temo que no me dejaría oír el susurro de las hojas, seguro que me perdería en la interminable lecturas de las controversias, me extraviaría en las ramificaciones de un tiempo que no es el mío. Un equilibrio difícil porque la opción lleva implícita una dosis de aislamiento que a su vez me llena de extrañamiento; porque así el mundo se aleja de mí, o yo me alejo de él. Yo y el mundo aparecemos como extraños el uno para el otro.

Pero cuando ingreso en la garganta de Lumbier el tiempo y el ruido del mundo ceden su paso a los gritos que aquella noche salían de una habitación próxima en la casa rural donde me hospedaba.

¿Qué tienen los gritos?

Qué tienen los gritos que hoy me siguen a todas partes, que me hacen pensar que la música es inferior a ellos, que el lastimero vagido salido de las entrañas, rodeado de oscuridad, es sublimemente hermoso por lo plañidero, por lo desgarrador, porque su sonido es capaz de hacerme enloquecer y obligarme a danzar en plena noche por el patio de la casa rural donde me hospedo —soñarlo más bien— buscando las hebras sonoras que quedaron colgadas de las ramas nocturnas de los árboles susurrantes. Qué tienen los gritos de placer y llanto, que me despiertan y ponen al instante todo mi cuerpo en tensión, mucho más que si apareciera una sílfide entre la niebla de mi deseo; qué tiene, di, esa voz femenina que soñé durante media noche, su gemido, su llanto; ¿qué música podrá igualar los registros con que esa garganta taladraba la noche haciendo penetrantes llagas en el cielo de la madrugada?

Me enloquecían los gritos, nunca una música me conmovió tanto. Y me pregunto qué sustancias en la química de mi cuerpo llevan estas cosas, las recogen en los rincones de mi biología y lo traen hasta mi sistema nervioso esta mañana junto a las aguas del río Irati, álamos y sauces añosos vistiendo la orilla y transmitiendo también sus voces suaves desde su porte nervoso y armónico.

¿Qué tienen los gritos?

Los hechos eran éstos. Después de una semana de deambular por el otoño hispano y, aquel mismo día por los bosques de Irati, me tropecé en Orbaizeta con el anuncio de una casa rural y no resistí la tentación de una ducha caliente después de tanto vagabundeo. Aquella noche la casa sólo la habitábamos una pareja y yo, eso me dijo la señora que me entregó la llave, ya anochecido. Frente a la puerta había un vehículo pintado de metálico azul cobalto. Cuando abrí, todo estaba oscuro y en silencio: sólo después de un rato oí unas voces en sordina en la habitación de al lado; y cuando estaba empezándome a dormir un gemido un tanto gatuno. Aunque algo excitado, el cansancio me pudo, tenía sueño y me dormí profundamente. Soñaba, despertaba dentro de un sueño atravesado por un grito que brotaba con la fuerza del agua contenida de un embalse que se hubiera abierto camino echando abajo el muro de contención; soñaba despertar, desorientado, confuso por una aguda impresión de desasosiego; no lograba identificar el lugar donde me encontraba. Y en seguida llegó otro grito más de ella, esta vez prolongado, retenido un instante, explotando una vez más, taladrando la noche; gemía convulsivamente ahora. Salté de la cama y miré afuera, nuestras ventanas ocupaban los lados opuestos de un diedro, había una tenue luz en la habitación, veía una parte de su cuerpo sobresaliendo por encima del alféizar. Los gritos eran más débiles. Me abrigué y salí silenciosamente al patio, di la vuelta a la casa; sentado en el escalón de una puerta vecina a la ventana esperé en silencio unos minutos; hacía frío. Volví a oír débilmente un largo gemido; tras un silencio prolongado retorné a la casa; descalzo atravesé hasta donde venían los gritos, me senté en el suelo casi rozando la puerta, anhelante, con miedo a ser descubierto, pero imposibilitado para dejar aquel lugar sin antes haber prorrumpido ella en la salva de gemidos que yo necesitaba oír de manera improrrogable. Necesitaba oírla, mi cuerpo lo pedía a gritos, temblaba esperando el siguiente momento. Pero apenas llegaron en ese instante algunas palabras ininteligibles. Luego volvió a hacerse silencio. Retrocedí el espacio andado hasta mi habitación; la luz de la estancia próxima permanecía encendida, sólo llegaba a ver un brazo y parte de la espalda. Regresé a mi cama, me quité el jersey y traté de calmar mi excitación durmiendo. Después de un rato me incorporé con la esperanza de oír algún sonido que se escapara una vez más de la habitación próxima. Y entonces la volví a oír, suave, muy bajo. Me levanté, me puse el jersey y las pantuflas. Me asomé, ahora podía verle toda la espalda; salí al jardín y di un gran rodeo con la intención de ponerme bajo la ventana. Gemía con ayes débiles pero crecientes. Rodeé un macizo de pelargonios cercano a la ventana y me coloqué junto a la jamba izquierda; pero no había nada en donde agarrar mi excitación. Me asomé imprudentemente, ella tenía los ojos cerrados y sollozaba; huí. Mientras me retiraba la noche fue atravesada de parte a parte, rotundamente, envuelta en lágrimas. No podía atravesar frente a la ventana; rodee el edificio y volví a mi habitación, me metí en la cama. No pude dormirme en seguida; sin embargo, poco a poco el personaje de mi sueño y yo nos fuimos fundiendo bajo el calor de las sábanas. Quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, ya avanzada la mañana, había un silencio sólo alterado por los gorriones y los mirlos. Caía un chirimiri envuelto en la niebla. Miré por la ventana, el coche aparcado la víspera frente a la casa, había desaparecido.

Dice Marcello Mastroianni en El paso de la cigüeña, de Angelopoulos: “A veces hay que callar para oír la música que hay tras el sonido de la lluvia”. Era la imagen pertinente de lo que sucedía en mi sueño de la noche anterior. Deberíamos callar para oír lo que hay más allá de la lluvia, del ruido diario, del alboroto de los hechos que saturan nuestros ojos impidiéndonos ver, mirarnos. El yo como centro del mundo que reclama nuestra atención: lo que hace, lo que siente, el colapso que las cuerdas de su entendimiento sufren cuando tras la lluvia es capaz de vislumbrar alguna gran verdad que le concierne. Nuestro yo y nuestros gritos lo son todo en la historia de la agitación de la tierra.

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