Mi último otoño: Soto de Sajambre





Círculo de Bellas Artes, Madrid, 4 de noviembre de 2014





Del otoño de Picos de Europa he saltado de repente al Círculo de Bellas Artes de Madrid en donde se celebra la presentación de Ganemos Madrid. Salto del otoño a una primavera politica que rebosa tanta ilusión por todos los lados y que está a punto de inaugurarse en todo el territorio nacional. Las cosas de la naturaleza me emocionan pero hay algo de lo que corre últimamente por los subterráneos de nuestra sociedad que también puede llenar a uno el cuerpo de la liviana ilusión del cambio. Subo a la cuarta planta de del Círculo de Bellas Artes donde se celebra una previa rueda de prensa y me encuentro un buen puñado de gente joven organizando aquello; después, en la cuarta, lo mismo, sangre nueva preparando el acto de la presentación. Frente a aquel algo huele a podrido en Dinamarca shakesperiano la alternativa de cambio que se mueve vigorosa y firme por todos los lados en este país. Algo decía de esto el otro día, la sensación de estar viviendo un momento muy importante de nuestra historia, de ahí mis ganas de asistir a estos actos donde yo creo se está fraguando un mundo diferente, una manera de hacer política nueva y revolucionaria, una concepción de la democracia que de consolidarse puede dar lugar la vuelta a una forma de concebir lo público como algo realmente de todos y no de unos pocos privilegiados. 


Desde que subí a rendir una obligada visita al Naranjo de Bulnes estaba cantado que el tiempo primaveral que había estado teniendo durante dos semanas iba a cambiar. Al día siguiente bajaron las temperaturas y el posterior definitivamente, aunque a la madrugada se mantuvo tente mientras cobro, bastó que echara a caminar por la senda del Arcediano desde Soto de Sajambre para que al poco rato se cerraran los cielos y empezara a llover.






Algunas veces he ensalzado el tiempo de las lluvias y el frio desde un punto de vista estético y desde las vivencias que suscitan las malas condiciones climáticas, pero se ve que acostumbrado al suave calor otoñal uno es más reacio a las incomodidades que reportan llegar al coche con todo el equipo de agua chorreando y hacer vida en tan reducido espacio sin la posibilidad de secar la impedimenta. 

Había elegido un itinerario circular que subía por el sendero de Arcediano que llevaba a Amieba para desviarse enseguida hacia Vegabaños. Siempre me ha gustado pasear por los bosques bajo la lluvia, en estas circunstancias vive uno una sensación de intemporalidad y aislamiento interior que hace que se establezca con lo que te rodea una relación de simbiosis muy particular, amén de la belleza plástica que el otoño ofrece. 




No había ni un alma que transitara hoy por la hayedo, tan sólo un lugareño con el que me tropecé a última hora protegido por un paraguas y acompañado por dos perros que andaba a la búsqueda de seis yeguas desde hacía un par de días. Su vida transcurría entre Gijón, donde era dueño de unos prados cercano a la ciudad y en donde tenía a sus caballos durante el invierno, mientras que el resto del año pastaban en los altos prados de Soto de Sajambre. Su labor en torno a los caballos, ese ir y venir por el monte y vigilar a sus bestias constituía el leitmotiv de sus días de pensionista. Le vi perderse en la curva del camino con sus dos perros correteando alrededor. 




Mi viaje otoñal estaba llegando a su término, me habría gustado subir hasta Vega Huerta, bajo la pared sur de Peña Santa, pero habría sido inutil, a pocos metros sobre mi cabeza las nubes formaban ya un techo impenetrable, sólo me quedaba disfrutar lo mejor que pudiera de mi paseo por el último hayedo de mi viaje, robles, hayas, avellanos, herrumbosos helechos, algún acebo suelto, la alfombra de hojas mullida y espesa, el zigzag ondulante del sendero atravesando el bosque. 




Camino de casa me llovió todo el rato. Como me encontraba muy a gusto conduciendo le soplé en el oído a mi gps que me llevara por lugares aislados lejos de la carreteras principales. Después, cuando viajar empezaba a ser un placer de tarde en tarde interrumpido para hacer alguna fotografía, Joaquín Sabina, al que no oía hacía años, me alegró la vida durante una parte importante del viaje. Música al tope atravesando una Castilla sobre la que se cernían negros nubarrones y caía una lluvia apacible y sin pretensiones.














Del otoño de la casta



Puerto de San Glorio, 02 de noviembre de 2014


El otoño de la casta, o la irresistible ascensión de Podemos. Tan absorto estaba estos días en el otoño, esa apasionante afición a ir con el cazamariposas de aquí para allá buscando los registros más hermosos que la estación destila por las venas de sus ríos y barranco, por sus bosques de ensueño, que casi había olvidado esa otra pasión que ha empezado a subirme por dentro desde que toda aquella fuerza humana aparentemente adormecida en sus cuevas desde décadas ha empezado a germinar por doquier desde aquel digno 15M, ahora sí, aglutinando a la gente de la calle, en torno a una formación política capaz de hacer frente a toda esa morralla que nos gobierna o nos gobernó en las últimas décadas. La política de la decencia y de la gente corriente, al fin, contra la política de la casta, de la pasta, de los aprovechados de todos los colores.



Sí, Victoria me mandó hoy un mail con los resultados de la última encuesta de Metroscopia. En ella Podemos barre del tablero político a PPSOE de ominoso recuerdo (¿recordáis, verdad, aquello que gritábamos en las manifestaciones del 15M, “PSOE PP, la misma mierda es”), esos que nada tenían que ver con la gente de la calle y sus problemas, que arreglaron todo para perpetuarse en el poder, que eran de hecho la mano de hierro de los bancos y las grandes empresas, instrumento al servicio de los que siendo ricos cada vez son más ricos. Podemos, como salido de la nada, en unos pocos meses se coloca en la encuesta última de Metroscopia a la cabeza del sistema político de nuestro país con un 27,7% de los votos, a siete puntos por encima del PP y a punto y medio del PSOE. Magnífico panorama para esta España que dormitaba, que algún día habrá de dejar de ser aquella de charanga y pandereta que cantaba Machado para convertirse en un país serio, en un país de personas decentes donde los ladrones, no los que roban gallinas, encuentren todos su sitio en la cárcel, donde los aprovechados de todo signo desaparezcan al fin de nuestra urdimbre social.

Hagamos votos para que esa esperanza que hoy ponemos millones de españoles en esta nueva formación política vaya consolidándose en la calle, deseemos con fuerza que la vitalidad que veíamos en las calles y plazas de cientos de pueblos durante los movimientos del 15M renazca, asumamos la conciencia de que la política es asunto de todos y una parte importante de nuestras vidas: la sanidad, la educación, el bienestar general es asunto político que no podemos dejar en manos de una casta de privilegiados que utilizan el poder para asuntos foráneos a la generalidad de la gente.

Ahora toca barrer el escepticismo de todos los rincones del alma y prepararnos para participar de alguna manera en el proceso de fortalecimiento de Podemos para convertirlo en un instrumento contundente con el que hacer una política más justa, más  solidaria, más distributiva.



En el norte el otoño parece estar empezando a encabritarse. Las predicciones dicen que ya está bien de este tiempo primaveral y que corresponde hacer justicia a la estación, así que a la expectativa estoy. Hubiera querido subir al collado Hermoso y dar alguna vuelta más por Picos, pero parece que mi ánimo no está en disposición de enfrentarse a temperaturas demasiado bajas ni a lluvia o nieve desproporcionada. Hoy enfilé hacia el desfiladero de la Hermida para alcanzar el pueblecito de Bejés donde un largo sendero trepa por la montaña para dar la vuelta a varios barrancos en un circuito circular. Era muy tarde cuando comencé a caminar; llevo dos semanas que no paro, cada día con un otoño diferente en alguna dispar parte del norte de España y mi cuerpo está cansado y falto de sueño. Uno quiere hacer más cosas de las que puede y eso se paga: caminar, leer, hacer fotos,  procesarlas, escribir… Días hubo que me dieron las doce de la noche metido en el trabajo de hacer mi crónica o en procesar las fotografías. No, no es fácil encontrar el equilibrio.



Hoy cuando estuve por encima de los barrancos, desnudos, profundos y agresivos, me pareció que aquello era algo para tomárselo con más calma. Decidí caminar por el borde de este magnífico mirador hasta una hora prudencial, la una de la tarde. Después me senté a la vera del camino y tomé con calma un largo piscolabis. Tuve visitas, primero una pareja de escoceses, él un ancestro de los vikingos con una larga coleta y barba de veinte días, ella menudita tocada con un sombrero de ala ancha y una sonrisa en la boca de esas que le saben a uno a miel. Habían salido de Sotres y debían de llevar caminando desde el amanecer. No entendía yo a donde iban si tenían el coche en Sotres, quizás tenía la culpa mi inglés y no les entendí bien. El caso es que nos despedimos con cierta efusión y un have a nice trip. Una hora después, cuando yo bajaba hacia Bejés, me los encontré de nuevo de frente. Me explicaron que se habían equivocado de bifurcación; realmente tenían un sentido de la orientación muy malo, habían caminado durante media mañana en sentido contrario. Me dio pena de ellos, que tuvieran que subir aquel enorme cuestón otra vez cuando ya se creían cerca de casa. Después paró otra pareja, estos eran asturianos, unos recién casados con una pinta de novatos los pobres que hizo que llegaran a conmoverme. Me pareció que estaban en viaje de novios. No tenían ni idea de donde estaban ni a donde iban con el camino que seguían. Habían cogido una oferta en el balneario más próximo, para probar, decían, y tiraron monte arriba sin más información. La inocencia e ingenuidad con que hablaban de lo bonito de aquí y lo bonito de allá me hacía sonreír. Pensé en cuánto lleva aprender la vida.



Conduciendo por el desfiladero de la Hermida, creo que es con h, me entró sueño y paré, no tuve fuerzas para comer, me eché sin más en la cama y me quedé frito. Una hora más tarde me costó tiempo despabilarme. Después de la comida tuve que dedicarme a ver por dónde seguía mi itinerario, Santiago me mandaba un parte meteorológico nada halagüeño. Decidí que marchaba a Oseja de Sajambre pasando por el puerto San Glorio y que después me dirigiría hacia el sur para visitar el hayedo de Faedo de Ciñera, ya en León. Subiendo el puerto de San Glorio el cielo y las montañas se vistieron de gala y hube de parar para hacer algunas tomas. Me tocaría hacer noche a pocos kilómetros del puerto.


Fuera la luna lunera cascabelera alumbra los montes y el solitario paraje donde pasaré la noche. 

 




Variaciones sobre un mismo tema: el Naranjo de Bulnes




Puente Poncebos, 1 de noviembre de 2014

Hoy tengo el cuerpo más tocado de lo habitual después de casi diez horas de caminata. Mi apresuramiento por darme una vuelta por los alrededores del Picu antes de que el mal tiempo terminara por llegar estaba totalmente justificado. Desde que salí de casa, hace ya dos semanas, apenas había visto una nube que no fuera por debajo de mí adormecidas como niños pequeños a los pies de las montañas. Abandoné el todoterreno a las seis de la mañana con las prisas de quien quiere saludar a un lejano amigo de la infancia antes de que éste desaparezca en la nada, en mi caso en la nada de la niebla. La noche era cerrada y tremendamente oscura, estaba cubierto. No había más cáscaras que llevar el frontal encendido. A mi derecha, bajo el despeñadero que se abría junto al camino, en lo profundo de la canal sonaba impasible el río solitario; el río no hace distinción entre la noche y el día¸ no duerme; acaso dormite un poco después, cuando llegue al llano, pero no ahora; ahora es la única música que acompaña al caminante.


Llegué a Bulnes cuando empezaba a amanecer, las nubes estaban agarradas a las montañas, indecisas todavía sobre cuál habría de ser su papel a desempeñar en el día de hoy. Me dirigí al collado de Pandébano con la idea de cumplir un itinerario circular; desde allí iría a Vega Urriello, bajo la imponente pared oeste del Naranjo y después descendería por la solitaria y empinada canal de Camburero. El Picu se dejó ver pero casi casi a regañadientes. Nada espectacular. Además aparecía a contraluz lo que le daba un aspecto plano y poco interesante. Desde donde subía, con buena luz hubiera necesitado esperar a la tarde para sacar alguna buena fotografía. En fin, ya me daba con un canto en los dientes sólo con que pudiera llegar a verlo entero. Parece que subir a Vega Urriello desde Puente Poncebos es poco corriente; toda la gente que me encontraría después subía desde Sotres, bastante, que para eso era sábado. Nada en especial la ascensión, una vez arriba el Picu se dejó ver a ratos, así que enseguida enfilé hacia el sendero de vuelta esperando que desde esa perspectiva pudiera hacer alguna fotografía algo decente si se despejaba. La canal de Camburero resultó un magnífico itinerario de regreso, primero envuelto en la niebla y más tarde, cuando la niebla quedó sobre mi cabeza, ya despejado a ratos. Me tomé una cerveza en Bulnes y después pensé en coger el funicular, pero los diecisiete euros del trayecto para ahorrarme un recorrido de cincuenta minutos me pareció un derroche de dinero, más pensando que la subida la había hecho totalmente a oscuras.



La lógica de la escritura impone una coherencia en el tiempo y en el espacio que raramente se da en el pensamiento o las emociones, que son ambulantes y que se rigen por dominantes que nada tienen que ver con un hilo conductor único. Intentar lo primero, una lógica y una continuidad, es frecuentemente un error porque priva al que relata de la frescura con que el material le viene a las manos o a la cabeza. Pienso que el tipo de relato ideal es aquel que es capaz de hacer de lo que se cuenta algo interesante esté o no vinculado a una continuidad o a un asunto concreto. Ayer hacía memoria aquí de algunos recuerdos en torno a mis excursiones por Picos de Europa. Tengo un saco de ellas rondándome por la cabeza, en uno de ellos mi hijo mayor, Guillermo, apenas había aprendido a andar, tendría un año y medio, cuando ya estrenaba su currículo montañero camino de Vega Redonda. Acampábamos junto a los lagos del Enol y la Encina. Guille entonces era Bolita de Nieve debido a un conjunto de abrigo de ese color con el que le abrigábamos cuando venía el relente de la noche, parecía enteramente una bolita; le recuerdo pidiéndonos clemencia cuando lo bajábamos del macuto en el que lo llevábamos y nos empeñábamos que anduviera un poco más, poco más o menos como haría él muchos años después con su hija Ainara. Así empezó a curtirse en las cosas del monte este nuestro primer hijo, que ya recién nacido dormía en invierno con las ventanas de par en par y que pasó el sarampión tirándose bolas de nieve con mis alumnos de una escuela unitaria de un pueblecito de Asturias. Así de pequeñín bajó por la canal de Trea y subió cumbres de distintas partes de España.


Recuerdo muchas historias de Picos, sin embargo, cuando pienso en el Naranjo de Bulnes, en mi caso sucede como en esas historias cruzadas donde continuamente asuntos y hechos diferentes se entremezclan. De todos modos de entre todos los recuerdos relacionados con estos lugares el que más quedó grabado en mí, pese a que no lo viví directamente y sólo lo seguí a través de los medios de comunicación, fue un rescate tras el fallido intento de primera ascensión invernal a la Oeste del Naranjo de Bulnes. Fue en los años setenta, la cordada Gervasio Lastra y José Luis Arrabal, conocido entre sus compañeros de montaña de Madrid como el Miembro, quedaron atrapados por el temporal muy cerca de la cumbre. Fue un hecho notorio a nivel nacional. Al final, tras el rescate, José Luis murió a consecuencia de una neumonía. Era un hombre apreciado entre nosotros, yo le recuerdo como un punto diminuto diminuto cargando con un enorme macuto subiendo por las empinadas pendientes de Fuente Dé. Era un purista y se negaba a coger el teleférico, pese al poco tiempo de que disponíamos, sólo el fin de semana, para hacer alguna ascensión en la zona. Verle desde lo alto del teleférico solo a cuestas con todo su material de escalada es una imagen que perdura en mí como si fuera de ayer mismo. Aquella semana interminable, que para mí eran días de trabajo en la oficina de un banco, viví todo lo que sucedía en torno al Naranjo con una enorme intensidad dramática. Aquel hombre, que por entonces tenía la misma edad que yo y que estaba viviendo parecida pasión por la montaña, me producía una gran admiración.













En el parque natural de Saja-Besaya




Puente Poncebos, 31 de octubre de 2014
  
Hoy me hice pequeñito pequeñito y me fui por ahí por el bosque a ver cómo se veía el mundo desde esa estatura. Fue un hallazgo, como si no hubiera pisado un bosque en mucho tiempo, de pronto una diminuta flor que otro día me hubiera pasado desapercibida, al aproximar el zoom aparecería con un rizado de gotitas de rocío alrededor de sus pétalos, pequeñas perlas rodeaban sus alas blancas; una seta que no levantaba más de tres centímetros del suelo aparecía como un mundo de armonías sienas y ocres; la pelusa del musgo que era iluminada por el sol rasante se convertía en una pintura abstracta; la punta de una roca que había sido colonizada por un liquen semejaba la cumbre del Kilimanjaro en noche de luna nueva. El diminuto mundo del bosque se había convertido en el protagonista de mi afanosa cámara fotográfica, y yo, chiquitín como un liliputiense de la novela de Jonathan Swift y su Gulliver, y mi cámara recién estrenada andábamos como en otro mundo.

El Kilimanjaro a la luz de la luna




Sucedió que me había liado para llegar donde comenzaba mi track del parque natural de Saja-Besaya y la pista que seguía se había convertido en un fondo de saco. Me quedaba la opción de dar media vuelta y buscar la pista correcta, pero no, decidí aparcar el coche y comenzar a andar por allí mismo, un camino que se internaba en un robledal por la margen derecha de un arroyo. Apenas había caminado un kilómetro cuando me llamaron la atención algunas flores tardías y los reflejos que los árboles producían en el agua. En otra ocasión no habría tenido tiempo para pararme y dedicarle el tiempo que fuera necesario a esas pequeñas cosas que me rodeaban, pero esta mañana, desprovisto de un itinerario que cumplir me sentí más dispuesto a “perder el tiempo en nimiedades”. Y fue así que empecé a descubrir ese mundo de lo pequeño que no sólo no vemos sino que además pisoteamos sin darnos cuenta impelidos por el consabido apresuramiento que nos lleva siempre a no sé donde, casi siempre algún lugar para a la postre sentir la sensación de que hemos cumplido con un objetivo. Casi siempre vamos aquí o a allí, ese es el propósito expresado o no, raramente no vamos a ningún sitio; y es curioso y raro que no hagamos excursiones que no tengan un objetivo determinado, un valle, un barranco, una cumbre, cuando sabemos que si lo interesante está en el camino y no en el hecho de llegar a determinada cima, lo que deberíamos hacer es ir a ninguna parte, echar a andar y ver dónde nos lleva el ánimo. Cuando no vamos a ningún lugar preciso sucede lo que me sucedió a mí, se puede producir un pequeño milagro, porque al no estar empujados por ningún deseo determinado el espíritu puede regalarte con una predisposición muy especial a contemplar lo cercano y diminuto, las formas, los colores, sus contrastes, te puede llevar a examinar en la oscuridad de un remanso el reflejo de los árboles oscuros y el brillo de sus hojas doradas.




Me fui pues caminando y metiendo las narices en todos los rincones, y así descubrí un tronco que había doblado sus rodillas sobre el río y que había sido superpoblado por montones de setas que debieron encontrar en el leño caído el lugar ideal para crecer y multiplicarse. El camino no aparecía en mi mapa y la flechita del gps navegaba en el más absoluto vacío, sin embargo la senda subía y subía descubriéndome aquí una cascada, allí una oscura cueva en donde pequeños helechos y plantas amantes de la oscuridad y la humedad proliferaban arropados en un silencio de cueva. Algo más de tres horas de paseo sin cometido que llegó a su término cuando mi estómago empezó a barruntar que la hora de la comida debía de estar próxima, instante en que di la vuelta y tomé el mismo camino de regreso.





A la sombra de un arce me hice una sopa, me freí unas alitas de pollo que acompañé con un vasito de vino, terminé con el último plátano que me quedaba y concluí la comida con el café acostumbrado.
Tuve que revisar por dónde iba a transcurrir mis próximos otoños porque Santiago muy amablemente me advirtió por teléfono que a partir del lunes el tiempo cambiaría, que por el norte se anunciaba un descenso en las temperaturas de dieciséis grados. En mi lista estaba hacer alguna excursión por Picos de Europa más adelante, pero ante estas noticias decidí que mañana mismo subiría a Vega Urriello a hacer una visita de cortesía al Naranjo de Bulnes, que ¡cielos!, parece ayer y ya habían transcurrido treinta años del último encuentro, una vez que toda la familia atravesamos el macizo de sur a norte y que llegamos al refugio de Urriello con necesidad de asistencia médica. Bajando los cinco por una canal, uno de mis hijos desprendió a su paso algunas rocas y una de ellas terminó alcanzándome la cara rompiéndome el tabique nasal. El encargado del refugio logró recomponérmelo, me lo dejó tan bien que cuando llegué a casa no necesité ir al médico. La vez anterior que había estado por allí habíamos subido por la cara sur del Naranjo y vivaqueamos en la cumbre. Aquel día tuvimos un crepúsculo muy espectacular. Manolo el dientes, Moisés Castaño, Bocanegra, alguien que no recuerdo y que posó en calzoncillos para la posteridad aquella tarde y un servidor componíamos el grupo de agraciados para un vivac en lugar tan especial.

Hoy paso la noche en el aparcamiento junto a Puente Poncebos. Mañana espero salir muy temprano. Me hace ilusión ver el Naranjo al amanecer.