Treinta años de escuela

Aquel jueves dormí sobre un pedregoso promontorio desde el que fue inútil esperar el atardecer que se disolvió mortecino sobre un horizonte parcialmente nublado. Había perdido el apetito. Recordé escépticamente la escuela, más de treinta años en ella dejaban esa tarde apenas el rastro de un tiempo de trabajo denso. Trabajé intensamente, hice de la escuela un amoroso empeño; dejé uñas y dientes trabajando con los chiquillos. Sin embargo aquello parecía ahora diluirse sin pena ni gloria en el recuerdo. Otros asuntos retenían mi atención.
¿Qué es lo que ocupa, ocupará un lugar importante en nosotros, quizás hasta el momento de la muerte, y qué será aquello otro que al paso del tiempo sólo percibiremos como un accidente en nuestra vida?
Sucede como si una gruesa parte de nuestra existencia caminara obcecada por la inmediatez de los asuntos del trabajo, aunque éstos sean tan de poca monta como dejar constancia en acta en una reunión, de cualquier irrisoria idiotez; los asuntos nos llevan con su carga de emotividad y apremio de aquí para ella, y nosotros, obedientes, nos sumergimos en sus aguas; y nos dejamos llevar durante meses y años por ellos; y necesitamos creer para mientras tanto dar razón de una parcela del porqué de la existencia, para poder huir así del vacío, para no tener que hacernos demasiadas preguntas, para vivir “felizmente”. Así se me aparece hoy una gran parte de esa enorme parcela de tiempo dedicado a la enseñanza. Probablemente nuestros actos y todos los empeños en que en que nos empleamos no tengan otro significado que poder mantenernos en acción; a los planetas y satélites les sucede lo mismo, existen en tanto se mueven, su movimiento es la vida de la misma manera que el dejar de moverse sería provocar su destrucción y su muerte.
Naturalmente hay movimientos mejores y movimientos peores; y ya en ello no parece que haya mejor manera de pesarlos o medirlos que la persistencia emotiva de éstos en la memoria. Ergo, echar vista atrás en nuestra historia personal y tratar de rescatar aquello que brilla, aquello que conmueve, lo que dejó una honda impronta, lo que nos hizo llorar, lo que conmocionó todo nuestro ser, lo que alentó la mejor parte de nuestro yo. Eso es lo que vale; ello debería ser lo que alimentara nuestro conocimiento y nos orientara para tratar de ver claro hacia donde deben dirigirse nuestros esfuerzos; sí, antes de que sea demasiado tarde. Saber sencillo y simple. Echar un vistazo al pasado y recuperar de él todo lo que la memoria nos trae de verdaderamente emotivo y entrañable. Habrá que esperar algunos años para que el tiempo, con el recurso de su recurrencia a la memoria, nos diga qué es lo que ésta salva y qué no. Una buena forma de conocimiento en todo caso.
Después se hizo de noche, La luna salió deslucida y perezosa envuelta en un refajo de nubes oscuras. El día siguiente sería volver a caminar por el otoño a cuestas con mi máquina fotográfica.

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