El cielo estaba cubierto, fuera había un llano que se perdía en el horizonte, una fila de chopos aislados; dentro la pereza propia de un día ventoso y nublado de otoño que invitaba a seguir en el saco durante toda
¿Qué debió de ser de los primeros hombres que vagaban en invierno por la tierra ventosa e inhóspita? ¿qué sensación de desamparo debía de habitarles? Sensaciones. Sería necesario pasar, aunque sea levemente, por el paisaje de las experiencias para aproximarnos a ellas. Habitar otras experiencias, vivirlas desde dentro, un modo de trascender nuestro limitado punto de vista. Porque frecuentemente vemos la naturaleza desde fuera, no tomamos posesión de ella. Convertirse en árbol y pasar allí el invierno y el resto de las estaciones, llena el alma de la pura contemplación de los elementos y de la compañía de la lluvia gris e infinita; convertirse en prado, en monte que observa tu paso, tu fatiga, tu admiración, la fruición con que te empeñas en atravesar sus laderas sumido tantas veces en pensamientos reiterativos; convertirse en petirrojo confiado posado sobre un tronco cercano en donde tú das cuenta de unos frutos secos y te sorprendes de su cercanía y le lanzas algo de lo que estás comiendo y el petirrojo se acerca y quisiera ser tu amigo; ser frío húmedo rondando el refugio, la tienda en donde despiertas una mañana aterido, con los pelos revueltos, el cuerpo lleno de pereza; ser en fin viento y atravesar la tierra con tu fuerza transparente, agitando las ramas, haciendo temblar las aguas de los lagos, invitando a buscar refugio a los habitantes del bosque, robando la placidez de un soleado día de enero.
Pero ¡ay! ¿cómo entrenar al cuerpo, cómo convencerle para que salga del calor de la civilización, de la cercanía de la calefacción para echarse al bosque, para enfrentar la ventisca, para lavar su cuerpo en el agua fría de los arroyos? La comodidad nos puede, la pereza nos ronda peligrosamente por dentro pidiendo la cercanía del brasero. Y hablo de los habitantes próximos al bosque, no de quien vive lejos de ellos.
El viento tumbaba las hierbas, inclinaba las ramas de los chopos. En la línea del horizonte, entre la calina, podía ver la sombra lejana de los vehículos que transitaban
Y vivir. Pero vivir en las cavernas es triste, el hombre debe construir una casa que le proteja de
Administrar las sensaciones, atreverse a cruzar reductos húmedos y oscuros llenos de promesas, no secar la fuente de nuestras emociones. Saber de dónde brotan, de qué oscura procedencia llegan a nosotros, estudiar su geografía, su anatomía, dormirse junto ellas, hacerlas propias hasta el punto de que nuestros ojos y nuestros oídos queden lo suficientemente limpios como para reconocer al instante su genuina pureza. Aprehender del instante su sustancia intrínseca.
Después entraba el sol por la ventanilla abierta del coche. Se disolvieron las nubes, el viento era más amable y fue grato mirar desde el saco de dormir el páramo silencioso.
1 comentario:
Me ha parecido magnífico, más me gustaría leer más artículos como este.
Agradecería mucho saber donde los tiene públicados, e-mail: eskolana@hotmail.com
Atentamente,
Laia Castellano
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