Valderejo y el desfiladero del río Purón




Embalse del Ebro, jueves, 30 de octubre de 2014

Al final ayer por la tarde aprovechando una miaja de cobertura Victoria pudo mandarme algunos tracks de la zona de Valderejo, de la que no tenía ninguna información. Si tienes unos pocos tracks a tu disposición que trasladar al gps tienes la vida solucionada, por la mañana te asomas a ver el panorama, miras por aquí y por allí, ojeas un mapa y con eso ya te puedes hacer una idea, tienes tu excursión organizada. Entre  los tracks aparecía el río Purón y al trasladarlos al mapa me encontré con un amontonamiento de curvas de nivel, lo que era un buen augurio. Valderejo es un amplio valle de pinos, hayas y extensos prados rodeados por altos escarpes. En esta ensenada nace el río Purón que trata de abrirse camino hacia el exterior de este escenario de la única manera posible, socavando la montaña y abriendo en canal la tierra para pasar a través de ella; ahí es precisamente, en el ahondamiento, en la humedad, en la umbría donde se van a provocar estos pequeños milagros que surgen siempre en barrancos y desfiladeros.



Había pasado la noche en un rincón del aparcamiento del parque junto al pueblo de Lalastra, apenas un puñado de casas. La mañana tenía un aspecto un tanto anodino cuando eché a caminar; el gps, nada más pasar el pueblo, me dirigió enseguida cuesta abajo hacia la depresión que se abría en dirección al río. No es corriente comenzar la jornada bajando, era muy relajante caminar con las manos en los bolsillos sin prisa ni intenciones, como quien está dando una vuelta por el Retiro y no alberga otro propósito que ir por allá donde el capricho lo lleve. No tardé en poner a trabajar la cámara. Son tantos otoños los que estoy recorriendo este año que a veces pienso que inevitablemente me voy a repetir, eso que también sucede con la escritura, pero me gusta, este año estoy disfrutando muy especialmente con la fotografía. Quizás tenga que ver con que ahora llevo encima una cámara un poco decente, eso y el descubrimiento del revelado de cámara raw, que ha aumentado muchísimo la posibilidad de manipular las fotografías con unos pocos clic de ratón. Esas fotos, por ejemplo, en la que un cielo con mucha luz se hace incompatible con un primer plano porque o se pierde el cielo y sus nubes o si aparecen éstas la mitad inferior del fotograma queda sumida en la oscuridad. Además ayuda una nueva técnica que desconocía hasta ahora relacionada con este tipo de situaciones, se trata del procedimiento HDR; cuando un tema tiene mucho contraste, con luces y sombras incompatibles, la cámara hace tres tomas con distintas exposiciones y después las procesa integrando luces y sombras de las tres tomas de una manera armoniosa. Muchas de las mejores fotografías que hago este otoño no serían posibles sin estos medios. Cuando tenga que volver a caminar con toda mi impedimenta a la espalda voy a necesitar pensarme de nuevo la posibilidad de volver a cargar con el portátil; con el teléfono no se pueden trabajar las fotos y éstas tal como salen después de disparar dejan mucho que desear.


No sé lo que me pasó, pero llevaba ya recorrido un trozo del desfiladero cuando de repente me acordé de Marixhu, la de bonitos ojos verdes, mi amiga asturiana con la que caminé el pasado año camino de Irún, y entonces, esos recuerdos que las distancias traen así de improviso, como una brisa que de golpe te acaricia la cara en lo tórrido de un verano… pues eso.
Y por cierto, ¿no os ha sucedido alguna vez?, eso, digo, caminando a buen paso, una mañana temprano, cuando parece que las neuronas deberían estar más que dormidas, que poco a poco, como al roce de una pluma, despierten y lentísimamente vaya surgiendo de la nada la coreografía, los movimientos en el proscenio, se empiecen a oír los engranajes de la tramoya, así, como para recibir en la oscuridad bajo el difuso foco de una luz aterciopelada… ¿el qué? Pues el qué va a ser, leche, que todo hay que decirlo. Pues eso, la mujer de tus sueños. Y ay, entonces. ¿Seguro que no os ha sucedido nunca la cosa, a paso recio sentir que el cuerpo se te llena de agradables cosquillas, que muy despacio se levanta el telón, un piquito por aquí, un piquito por allí, como esos piececillos que asomaban las bellas por debajo de su vestido?, y entonces, nada, nada de parar, todo lo contrario; y además echar leña al fuego, poco a poco, siempre poco a poco. Hay situaciones que de puro cómicas merecerían un escenario. Y que conste que no me perdía una cascadita, unas hojitas de arce flotando en la oscuridad del riachuelo, el consabido haya de cuerpo macizo y brazos de musculoso gigante. Y si del camino salía un ramal que bajaba a contemplar una cascada allá iba yo con mi teatro, mis neuronas calentitas calentitas, mi cámara, mi trípode, todo bajaba la pendiente a fotografiar el trocito de otoño correspondiente que en ese momento brincaba como un cabritilla en forma de cascada rodeada de los colorines que días atrás los pintores impresionistas habían ido pintando delicadamente en las hojas para recreo del caminante. Y era la cosa que en el teatrillo se había hecho un pequeño paréntesis, que era como en la ópera cuando unos y otros personajes se contestan cantando y el que recibe la réplica tiene que hacer de tripas corazón y mantener el careto a la espera de que llegue su turno. Pero bastaba retornar al camino principal, ahora un senderito tallado en las robustas paredes del desfiladero, para que por allí abajo la cantinela volviera al punto que lo había dejado y resultaba que ahora lo que tocaba eran ayes, ayes sí, pues eso ayes, deliciosa música para mis oídos, para mis sentidos todos que me ponían los pelos de punta y estremecían todo mi cuerpo.


Estas cosas no se pueden explicar, os propongo que tratéis de experimentarlo si queréis comprenderlo cabalmente; claro, no va ir uno y zas, a montarse el teatrillo así, en blanco, sin comerlo ni beberlo; la cosa no funciona así, si se experimenta hay que esperar a que los dioses sean dadivosos y que un día que caminamos solos vengan a visitarnos con la caricia de una insinuación. Entonces, que el cielo os conceda ese bien, que encontréis ese desfiladero, ese sendero solitario, y que durante un par de horas de recorrido, por ejemplo, tratéis de hacer música con la imaginación, que miréis por aquí y por allí a vuestro objeto de deseo, que lo oigáis, que lo acariciéis. Y basta, basta, pero sobre todo prolongar el deseo, alargarlo aunque tengáis que sacar la cámara, medir la luz, enfocar, y caminad, caminad sin parar hasta el final, aunque os tiemblen las piernas y una especie de convulsión epiléptica las haga flaquear hasta casi daros de narices contra el suelo.
¿Y sabéis? El desfiladero era una preciosidad, la mayoría de las fotos que aquí aparecen fueron tomadas durante la fiesta.
¿Qué fiesta?, dirá alguno…

Había además una suavísima niebla que bañaba el paisaje con un candor voluptuoso y frágil. Después, cuando regresé de mi teatro y de mi desfiladero, mi camino se subió al monte, atravesó pinares, alcanzó un altillo y desde allí pude ver cómo los bancos de niebla de la mañana todavía yacían en los bajíos como pequeños charcos de algodón.

Iglesia de Bóveda, el Valgavia







Mi cámara se volvió loca. Éste es el resultado




En el monte Gorbea




Valderejo, 29 de octubre de 2014

De madrugada anduve indagando por el animalillo que había estado rondando por encima del todoterreno durante la noche. Había dejado una caja de cartón que contuvo langostinos y una botella de vino vacía y el olor de la comida le debió de atraer. Por la mañana la caja estaba hecha añicos y la botella a más de cincuenta metros. Sobre la chapa del capó el animal había dejado sus huellas, eran algo mayores que las de un gato. El pobre debió de jugar un rato con aquello pero lo que es comer nada de nada. Si lo hubiera sabido le había dejado unos cuantos langostinos, que casi me los tuve que comer a la fuerza pensando que un día y medio descongelados y fuera del frigorífico iba a terminar con ellos.



Fuera la niebla cubría el bosque, cuando desperté me pareció que estaba demasiado oscuro para una de las razones que me habían llevado allí, fotografiar el bosque, así que dormí todavía un rato. Uhmmm, qué agradable es, cuando fuera hace frío y los churretones de humedad resbalan por los cristales del coche, arrebujarse dentro del saco y refugiarse en el calorcito del propio cuerpo. Al tercer intento logré levantarme. Las galletas que había comprado en una gasolinera el día anterior para desayunar resultaron ser saladas, así que tuve un desayuno un poco chungo. Sin embargo fuera nada era chungo, las condiciones eran ideales para una mañana de buenas fotografías. Todo estaba silencioso y calmo, el bosque me esperaba, robles y hayas en esta ocasión. Cuando me metí en el hayedo y comprobé que bajo él había una pequeña lluvia, debido a la niebla, tuve que volver a por el equipo de agua, era imposible saber cómo estaba el tiempo, no siempre se cumple eso de mañanitas de niebla tardes de paseo. Enseguida tuve que encender la cámara, estaba entusiasmado, el camino color ocre clarito, las grandes hayas, las hojas de los robles componiendo con su tostado de caramelo un bello cuadro sobre el suelo, así hasta que después de media hora reparé en que cada vez que hacía una fotografía salía un cartelito en la parte superior de la pantalla. ¿Qué decía el cartelito? Pues decía que la cámara no tenía tarjeta, que llevaba media hora fotografiando la nada. Joder, así que media vuelta y volver al coche a por la tarjeta SD que había dejado olvidada en el portátil. Muy fuerte me tiene que estar dando con la fotografía para que un servidor deshaga media hora de camino por alguna razón, algo a lo que tantas y tantas veces me he negado cuando equivoqué mi senda llegando a meterme en verdaderos berenjenales con tal de no retroceder un metro. Sin embargo hoy habría sido prohibitivo ir sin cámara, algo que no se corresponde bien con un tío tan terco como un servidor.




A veces basta que el camino tenga un color determinado para que sirva para bordar algunas tomas, ese café con leche clarito de esta mañana me sirvió para rematar muchas fotografias. Soledad, silencio y una mañana verdaderamente espléndida para mí solo; caminar en estas condiciones con la motivación adicional de ir con los ojos pendientes de todo lo que hay a tu alrededor, hasta el punto de abandonar de vez el cuando el camino para buscar las cuevas de los enanitos y los rincones misteriosos que se escondían entre tanta vegetación otoñada.



Una larga subida entre la niebla que desapareció poco a poco tan pronto como el bosque empezó a dar paso a los helechos  dejando frente a mí las cumbres del Aldamin y el monte Gorbea. Me extrañó, cuando me acercaba al collado entre estos dos montes, ver que alguien se aproximaba proveniente de la cumbre del Gorbea, lo que implicaba que había tenido que salir a la fuerza de noche. Cuando en un páramo solitario dos personas se cruzan es obligado detenerse para charlar unos minutos. Era un hombre de unos setenta años con pinta de haber pasado toda la vida por aquellos montes. De la conversación con él saqué el material para mi excursión del día siguiente. Como me pillaba de camino había proyectado darme un paseo por los alrededores del valle de Valgovia, animado por algunas fotografías que me había mandado del pueblo de su madre mi amigo Jorge Túa, pero aquel hombre me habló tan entusiasmadamente del parque natural de Valderejo, que se encontraba muy cerca de allí, que ya en aquel momento decidí visitar este entorno y dejar para otra ocasión Valgovia. Lo siento Jorge, otra vez será.  



El rato que pasamos charlando bastó para que el camino empezara a llenarse de gente, grupos de jóvenes especialmente. En la cumbre, a la que se accede desde lugares muy diversos, había ya una pequeña multitud cuando llegué. Y yo que pensaba que iba a estar solo en este conocido monte. Bajo la pirámide de hierro, a modo de pequeña torre Eifel, había ya un gentío… y eso que era un día de diario. Mientras me tomaba un refrigerio continuaban llegando más gente desde los cuatro puntos cardinales. El monte Gorbea era una simpática feria y el paisaje alrededor no tenía desperdicio; del mar de nubes que se extendía hacia levante emergían los picos de otras lejanas sierras, entre ellas las cumbres de la sierra de Aralar que visitara ayer. Y seguía llegando gente, también ciclistas, lo que aproveché para hacer algunas bonitas tomas a contraluz. 





Tres intentos hubo de levantar la torre del Gorbea, la última y definitiva en los años sesenta del pasado siglo. Hay una canción popular que seguro que casi todos conoceréis, aquí la letra y la música:


De las montañas vascas la que más quiero voy a citar. A la que más venero con gran cariño voy a cantar. 
En el monte Gorbea en lo más alto hay una cruz de amor, haciendo guardia en ella al valle Arratia donde eres tú.
Al son de los cencerros los rebaños a pastear van.Y yo pensando en Mari toda la vida me voy a estar.
Marichu ven, óyeme bien.esta canción de amor, de amorque suele ser amanecer al toque de oración.

Marichu sube al monte y verás a la cruz del Gorbea brillar y en lo más alto tú gritarás:¡¡Aurrera mutilak!!

Mientras tomaba unas almendras me sonó el teléfono, era un mensaje de José Luis Moreno, un antiguo compañero de montaña de hace más de cuarenta años que vive actualmente en Bilbao. El día anterior le había mandado una invitación para caminar juntos hoy, pero después desapareció la cobertura y no tuve más noticias de él. Me decía que estaba pasando unos días lejos de Bilbao.



Descendiendo hacia levante, una ladera verde de agradable caminar, me sumergí en la lectura, en esta ocasión un tomo del conocido estudioso de las religiones Mircea Eliade, Mito y realidad, un interesante tema para estos días de viaje hacia poniente. En Mircea Eliade me tropiezo desde el principio con asuntos y pueblos primitivos que ya había encontrado hace algún mes leyendo a Marvin Harris, en su Antropología cultural. El hombre ha tratado de explicar la realidad desde siempre haciendo uso de los mitos y su fuerza es tan enorme que sólo hace falta pensar en los tantos católicos de hoy que todavía siguen interpretando el mito de Adán y Eva al pie de la letra. Cuenta Eliade de algunos pueblos que, estando en su mitología que en breve habrían de recibir tantos bienes venidos de los cielos, muchos de ellos echaban abajo los tejados preparándose para recibir tanto que no deberían volver a trabajar en su vida. Cuando a indígenas de muchos pueblos de Nueva Guinea se les preguntaba por qué mantenían ciertos hábitos, la forma de sentarse, el modo de comportarse los hombres y las mujeres, la manera de orinar, un completísimo código de conducta personal y social, su respuesta siempre era la misma, porque lo hicieron así sus ancestros. Los mitos, al tratar de explicar la realidad construyendo historias que se transmiten de generación en generación, han creado un universo que hoy nos ayuda a entender la relación que tenían los hombres con la realidad.
Mi sensación, oyendo a Eliade, era que el hombre, aislado en el mundo, sometido a las inclemencias, infortunios, dificultades de la vida y, sobre todo, enfrentado a la muerte, siente una necesidad improrrogable de huir de ese vacío, de la nada, de las dificultades, y en tal situación necesita de manera imperiosa inventar algo que disminuya la tensión, el miedo que todo ello genera en su mundo interior. Los mitos, de manera parecida a la religión, tratan de mitigar ese miedo del hombre haciendo que éstos se arropen en una especie de líquido amniótico que los proteja de la muerte, del infortunio.



Y punto final, con estos asuntos llegué al aparcamiento. Las ventajas de venir en coche son muchas, uno puede sacar un vaso de vino, un poco de cámembert, unos taquitos de jamón y repantigarse en la hierba a la sombra a darse un pequeño premio después de un somero lavado con el agua del bidón. Me pregunta mi amigo Sergio desde Galicia que tendría interés en ver cómo organizo el todoterreno para vivir en él. Acaso dedique un rato a mostrarlo fotográficamente algún día de estos.









Sierra de Aralar, ascensión al Larrunarry





Parque Natural de Gorbeia, 28 de octubre de 2014


El biógrafo de Schopenhauer relata cómo éste en un temprano viaje a Europa con sus padres cuando era adolescente, corrían los primeros años del siglo XIX, constataba minuciosamente en su diario sus excursiones a algunas montañas significativas escribiendo sobre la gran tensión emocional que aquellas ascensiones le producían. Habla de la conmoción interior que le produce ese encuentro íntimo con los elementos antes del alba. Me alegra encontrarme con estas referencias que me confirman una vez más en una pasión que ejercida con frecuencia puede producir en un interlocutor la sensación de que eres un tío un tanto estrafalario. Estrafalario por buscar el final de la noche para caminar y por si fuera poco por hacerlo solo. De hecho ese encuentro íntimo con los elementos, que subraya Schopenhauer, constituye casi siempre la parte más significativa de la jornada.



Hoy apenas un pocillo de claridad asomaba por el cielo cuando dejé atrás el coche, esa pequeña cabaña ambulante en la que vivo estos días. Una continuada ascensión de mil metros de desnivel me dejaría en la cumbre del Larrunarry donde volaban solemnes los buitres sobre un breve mar de nubes que se extendía perezosa hacia el norte como un manto de nieve. Había cargado con el trípode para fotografiar el hayedo, pero resultó que el hayedo sólo me lo encontraría en el camino de vuelta cerca del mediodía. Mientras tomaba altura se podía contemplar cómo el sol iba llamando de puerta en puerta en todos los caserios dispersos por las lomas que sembraban a modo de vasallos el paisaje inmediatamente al sur de la sierra de Aralar, un amanecer nada espectacular que sólo se amenizó un poco cuando las nubes saliendo de no se sabe donde empezaron a cubrir la cumbre del Gambo Lizasoko Lepoa, el pico más alto de la zona, y a arrastrarse pesadas por las laderas de toda la sierra. Los buitres planeaban sobre la cumbre como aviones sin motor, como por simple entretenimiento.




Estaba solo. Estarlo en una cumbre acrecienta todavía más la sensación de soledad, sensaciones y emociones que tanta gente no logra entiender porque no son capaces de situarse mentalmente en un momento así. Es verdad que uno tiene que nacer con ciertas disposiciones para amar estas cosas, este modo de hacer. Lo cierto, sin embargo, es que aunque tal actitud de predisposición a la soledad y al aislamiento puede plantear pequeños problemas de sociabilidad a los sujetos que la tienen, también ellos se ven agraciados por una receptividad y sensibilidad que facilita un contacto muy íntimo con la naturaleza.



Descendiendo de la cumbre me asaltaba esta mañana un extraño complejo,  complejo, como decirlo, de privilegiado. Recordaba el gentío que llenaba el valle de Ordesa días atrás, un domingo, y la situación de hoy, que aunque fuera un lugar algo menos concurrido el camino daba señales de mucho tránsito. Y sin embargo ni un alma. ¿No es esto propio de gente privilegiada? Sí, ya, uno antes ha trabajado cuarenta años para llegar a esto, pero aun así. Uno, de currar toda la vida ha pasado a hacer su santa voluntad en cada momento, y ello hace que de vez en cuando sienta un pequeño toque interno que viene de ese sentimiento de privilegiado, concepto en el que no me siento cómodo. La madre de Schopenhauer, teniendo éste veinte años, le escribe en una ocasión una carta amonestándole porque la vida que hacía, que transcurría en gran parte con los miembros de la aristocracia, le obligaba a gastar mucho dinero y había empezado a dilapilapidar la fortuna de su padre; sus amonestaciones iban dirigidas a forzar a éste a abandonar tales amistades, nosotros no somos de esa gente que nunca ha conocido el trabajo y que emplea su vida en el ocio, le decía. A mí me hubiera parecido maravilloso no haber tenido que trabajar nunca, pero habría sido inevitable cargar con esa muy mala conciencia que debería aquejar a todos los ricos, porque no hay muchos ricos que lo sean gratuitamente, todo muy rico esconde un ladrón en alguna parte de la gestación de su riqueza.



El sol tras los párpados
y el graznido de unos cuervos
y la brisa,
al sol, después de comer
al final de una ascensión al Larrunarry
donde los buitres volaban junto a las nubes.

En esto consistió casi todo hoy,
después comí unos langostinos
bebí un cuartillo de vino
y ahora, tras el café, me siento feliz
leyendo versos de Wallace Stevens.

Gorbeia se llama esto,
un otoño más en mi camino,
un gran prado verde
escarpadas rocas
y la herrumbre de las hojas
que engendra el otoño.

No hay nubes
cantan los pájaros
el lugar está solitario
y abandonado al silencio
hayas, espinos, algún arce
los sauces en la hondonada.










La Selva de Irati





Larraitz, lunes, 27 de octubre de 2014


La madrugada de hoy era como de un mundo viejo y ya sabido. Ni siquiera la niebla que raleaba en los bajíos cubriendo con su tul brumoso un par de pueblos que encontré en la carretera hacía que yo encontrara el antiguo gozo que me producían los paisajes del norte al amanecer. Quizás mi memoria embellezca un paisaje otoñal recorrido en mi tardía adolescencia cuando estrenaba aquel modo barato de viajar que era el auto-stop, un otoño de vagar por Asturias y Cantabria durmiendo en prados que amanecían ya llenos del blanco rocío y con la tienda de campaña como sacada de la bañera; mañanas espléndidas en las que, entonces sí, pareciera que el mundo se estuviera inventando. Jodía esta cosa que hace que lo ya visto o muy visto se nos vaya apareciendo poco a poco carente de la gracia que tuvo cuando lo descubrimos. Algo, imagino, contra lo que hay que luchar para que algún día no nos veamos sofocados por eso que le acometió a Churchill cuando pasó de los ochenta y se encontró de repente viudo: “Yo ya lo he visto todo, no necesito ver más”. El otro día venía a decir, más o menos, que andaba tras el rastro de llegar a cierto estado de gracia que me permitiera ver, sentir, escribir de esa peculiar manera en que la intuición o alguno de esos enanitos interiores que andan correteando por nuestro interior son tocados por el halo de alguna clarividencia, una gracia, una inspiración, una manera nueva y renovada de ver el mundo, en fin. El resto es envejecer sin remedio.


Hay lugares cuya nombradía les viene grande, es el caso de la Selva de Irati. Estuve por allí varias veces, la primera de ellas hace más de cuarenta años y es la única que recuerdo con especial cariño. Quizás la circunstancia de que se tratara de una estadía familiar y no una salida a la montaña propiamente dicha y el hecho de que viviéramos allí como robinsones en una naturaleza que no estaba acotada por las regulaciones que ahora caen sobre ellas; por el hecho, claro está, también, de que entonces fuera posible vivir allí como pioneros en un medio salvaje y poco frecuentado. En aquella ocasión quisimos rememorar durante una o dos semanas la vida que habíamos hecho a las orillas del río Alberche cuando yo y mis hermanos éramos niños, un tiempo en que vivíamos todo el verano en una tienda de campaña que había confeccionado mi madre; unas pocas familias se aglutinaban a la orilla del río a unos kilómetros de Aldea del Fresno y pasaban allí toda la temporada veraniega en parecidas condiciones que los pioneros de América. Recordando aquello quise llevar a mis padres junto al pantano de Irati para hacer memoria de aquellos viejos tiempos. Acampamos junto al lago y llevamos allí la misma vida que quince, veinte años atrás; pescábamos, recogíamos leña, hacíamos la comida sobre el fuego de cuatro piedras, caminábamos por los alrededores y yo, además, me dedicaba a pintar al óleo aquel entorno. Recuerdo muy vivamente nuestras fogatas junto al lago cuando caía la tarde, mi padre, mi madre, Victoria y yo charlando sobre los asuntos baladíes del día, pero sobre todo recuerdo a mi madre echando palito tras palito al fuego, con un trozo de rama ordenando el fuego, apilando leña, con los codos sobre las rodillas ramita va y ramita viene; todas las noches el mismo ritual hasta que se hacía tarde y llegaba la hora de acostarse. Creo que debo de alguna manera a mis padres, a aquellos veranos pasados junto al río, esta pasión por vivir a toda costa en los rincones más dispares de la naturaleza. Mi primera infancia debió de absorber todo aquello en lo más hondo de su tegumento interior. La segunda vez que pasé por Irati fue también con la familia, en esta ocasión con nuestra propia familia, había transcurrido acaso más de una década y durante ese tiempo hubo importantes novedades, nacieron, primero Guillermo, y después, de un golpe Lucía y Mario. Los tres anduvieron por las montañas tan pronto como el pediatra dio permiso para ello, muy pronto. Cuando vinimos a Irati eran ya mayorcitos, habíamos dejado el coche en Isaba y, en una excursión de dos días atravesamos hasta Orbaizeta. También aquella excursión fue una notabilísima salida que todos recordamos. Habíamos pasado unos días por el Rincón de Belagua desentumeciendo el cuerpo y habituándonos a las grandes caminatas pero todos estábamos faltos de entrenamiento, así que después de dejar Isaba y alcanzar el puerto de Larrau bajo la cumbre del Orhi, a punto de entrar en los dominios de Irati, sucedió algo muy curioso, paramos en un pequeño prado a descansar y los cinco, visto y no visto quedamos profundamente dormidos durante más de tres horas, nos despertó el fresco que se levantaba antes del crepúsculo. Mientras un espléndido atardecer caía sobre nosotros montamos entumecidos de cansancio las tiendas. No podíamos con nuestros cuerpos. Recuerdo que hice unas fotos muy bonitas aquella tarde.



Hace una década volví a Irati en otoño y fue tan decepcionante como en éste. Es probable que tuviera que ver el hecho de que ayer mismo hubiera pasado por Ordesa en cuyo valle el otoño es tan maravillosamente hermoso, quizás, pero el caso es que apenas me decía nada durante mi excursión, un sendero que rodea el embalse, que además estaba bajísimo de caudal lo que ya de por sí quitaba mucho encanto al entorno, y un extenso hayedo sin, ni mucho menos, los múltiples y maravillosos rincones de Ordesa. Las hojas de las hayas estaban todavía verdes. De todos modos sigo pensando que hay en Pirineos lugares mucho más bellos si bien no gocen de la notoriedad de la Selva de Irati. Irati olía hoy a cieno, a montañas viejas y cansadas, lo que no quitaba que los responsables del parque exigieran un derecho de tránsito de cinco euros. Algunos administradores de estos lugares parecen extraterrestres, tengo verdadero pánico al ánimo regulador que corre por las venas de los responsables de medio ambiente. El día anterior, en el Nacedero del río Urederra, en lo alto del valle, unos alambres de espino cortaban el camino que llevaba a lo alto de los farallones. Ninguna explicación, un ostentoso cartel de prohibido el paso, porque sí, porque aquí mando yo, se me ocurre y ya está, algo hay que mandar. Nos tratan como borregos. Salté la alambrada y seguí el camino del track que había bajado de Wikiloc, un camino normalísimo, sin peligros, corriente, que llevaba a otra pista y… Hay que regular, sí señor. En la Pedriza, si quieres en verano darte un paseo tempranito tienes que esperar hasta las ocho de la mañana porque al señor regulador de turno, con pocos dedos en la frente y pocas ganas de prestar un servicio público, que es para lo que están, les debe de parecer muy temprano abrir aquello antes. La chica del chiringuito de Irati me explicó que es que era para mantenimiento, será verdad, pero no tengo idea de a qué mantenimiento se refería como no fuera que intenten socializar el trabajo a costa de los caminantes. Otro asunto de regulación es el de la sierra de Guadarrama; por favor, no digáis Parque Nacional de Guadarrama porque me da risa. Guadarrama a secas, como fue siempre y como la cantaron los poetas, entre ellos Antonio Machado. El pomposo nombre de Parque Nacional no le cuadra nada a nuestra sierra, que es sierra bonita y entrañable que nada tiene que ver con los calenturientos cerebros que a no más tardar empezarán a regularizar y a regularizar jodiendo a personal y propiciando de una manera u otra, ya lo veréis, beneficios a algún listillo y limitándonos el paso a los que siempre hemos amado y recorrido sus rincones, sus bosques, sus cumbres, sus ríos. ¡Cuidado con los de medio ambiente, sus centros de interpretación y sus regulaciones!, son un auténtico peligro para los amantes de la naturaleza.