¿Qué tienen los gritos?

La paz del camino, la sombra oscura de los cerros como lienzo de fondo sobre los que las alamedas despliegan sus colores, diluyen el enramado oscuro, encienden el plumero de las cumbres; caminar despacio, dejar al ánimo campar por el paisaje, observar el movimiento de los árboles, penetrar el gris ceniza de las laderas próximas. La línea de ese estrato que sube a mi izquierda y que señala la historia de la agitación de la tierra, de la que nosotros no llegaremos a ver más que un ínfima parte. Ordenaremos nuestra vida, eso sí, como si fuéramos el centro del tiempo. Ya tuve esa intuición hace años atravesando el Himalaya por el Karakoram. El movimiento rígido de las ramas desnudando con su fiesta de color el campo no es otra cosa que el metrónomo que nos dice de nuestro tiempo efímero. Llueve camino del desfiladero de Lumbier. No es fácil vivir en la percepción del tiempo que transcurre, mirarle consumirse acaso entre unas pocas inquietudes, consciente de nuestra levedad e insignificancia

¿Qué tienen los gritos?

Ahora el ruido del mundo me aturde, si le hiciera mucho caso me temo que no me dejaría oír el susurro de las hojas, seguro que me perdería en la interminable lecturas de las controversias, me extraviaría en las ramificaciones de un tiempo que no es el mío. Un equilibrio difícil porque la opción lleva implícita una dosis de aislamiento que a su vez me llena de extrañamiento; porque así el mundo se aleja de mí, o yo me alejo de él. Yo y el mundo aparecemos como extraños el uno para el otro.

Pero cuando ingreso en la garganta de Lumbier el tiempo y el ruido del mundo ceden su paso a los gritos que aquella noche salían de una habitación próxima en la casa rural donde me hospedaba.

¿Qué tienen los gritos?

Qué tienen los gritos que hoy me siguen a todas partes, que me hacen pensar que la música es inferior a ellos, que el lastimero vagido salido de las entrañas, rodeado de oscuridad, es sublimemente hermoso por lo plañidero, por lo desgarrador, porque su sonido es capaz de hacerme enloquecer y obligarme a danzar en plena noche por el patio de la casa rural donde me hospedo —soñarlo más bien— buscando las hebras sonoras que quedaron colgadas de las ramas nocturnas de los árboles susurrantes. Qué tienen los gritos de placer y llanto, que me despiertan y ponen al instante todo mi cuerpo en tensión, mucho más que si apareciera una sílfide entre la niebla de mi deseo; qué tiene, di, esa voz femenina que soñé durante media noche, su gemido, su llanto; ¿qué música podrá igualar los registros con que esa garganta taladraba la noche haciendo penetrantes llagas en el cielo de la madrugada?

Me enloquecían los gritos, nunca una música me conmovió tanto. Y me pregunto qué sustancias en la química de mi cuerpo llevan estas cosas, las recogen en los rincones de mi biología y lo traen hasta mi sistema nervioso esta mañana junto a las aguas del río Irati, álamos y sauces añosos vistiendo la orilla y transmitiendo también sus voces suaves desde su porte nervoso y armónico.

¿Qué tienen los gritos?

Los hechos eran éstos. Después de una semana de deambular por el otoño hispano y, aquel mismo día por los bosques de Irati, me tropecé en Orbaizeta con el anuncio de una casa rural y no resistí la tentación de una ducha caliente después de tanto vagabundeo. Aquella noche la casa sólo la habitábamos una pareja y yo, eso me dijo la señora que me entregó la llave, ya anochecido. Frente a la puerta había un vehículo pintado de metálico azul cobalto. Cuando abrí, todo estaba oscuro y en silencio: sólo después de un rato oí unas voces en sordina en la habitación de al lado; y cuando estaba empezándome a dormir un gemido un tanto gatuno. Aunque algo excitado, el cansancio me pudo, tenía sueño y me dormí profundamente. Soñaba, despertaba dentro de un sueño atravesado por un grito que brotaba con la fuerza del agua contenida de un embalse que se hubiera abierto camino echando abajo el muro de contención; soñaba despertar, desorientado, confuso por una aguda impresión de desasosiego; no lograba identificar el lugar donde me encontraba. Y en seguida llegó otro grito más de ella, esta vez prolongado, retenido un instante, explotando una vez más, taladrando la noche; gemía convulsivamente ahora. Salté de la cama y miré afuera, nuestras ventanas ocupaban los lados opuestos de un diedro, había una tenue luz en la habitación, veía una parte de su cuerpo sobresaliendo por encima del alféizar. Los gritos eran más débiles. Me abrigué y salí silenciosamente al patio, di la vuelta a la casa; sentado en el escalón de una puerta vecina a la ventana esperé en silencio unos minutos; hacía frío. Volví a oír débilmente un largo gemido; tras un silencio prolongado retorné a la casa; descalzo atravesé hasta donde venían los gritos, me senté en el suelo casi rozando la puerta, anhelante, con miedo a ser descubierto, pero imposibilitado para dejar aquel lugar sin antes haber prorrumpido ella en la salva de gemidos que yo necesitaba oír de manera improrrogable. Necesitaba oírla, mi cuerpo lo pedía a gritos, temblaba esperando el siguiente momento. Pero apenas llegaron en ese instante algunas palabras ininteligibles. Luego volvió a hacerse silencio. Retrocedí el espacio andado hasta mi habitación; la luz de la estancia próxima permanecía encendida, sólo llegaba a ver un brazo y parte de la espalda. Regresé a mi cama, me quité el jersey y traté de calmar mi excitación durmiendo. Después de un rato me incorporé con la esperanza de oír algún sonido que se escapara una vez más de la habitación próxima. Y entonces la volví a oír, suave, muy bajo. Me levanté, me puse el jersey y las pantuflas. Me asomé, ahora podía verle toda la espalda; salí al jardín y di un gran rodeo con la intención de ponerme bajo la ventana. Gemía con ayes débiles pero crecientes. Rodeé un macizo de pelargonios cercano a la ventana y me coloqué junto a la jamba izquierda; pero no había nada en donde agarrar mi excitación. Me asomé imprudentemente, ella tenía los ojos cerrados y sollozaba; huí. Mientras me retiraba la noche fue atravesada de parte a parte, rotundamente, envuelta en lágrimas. No podía atravesar frente a la ventana; rodee el edificio y volví a mi habitación, me metí en la cama. No pude dormirme en seguida; sin embargo, poco a poco el personaje de mi sueño y yo nos fuimos fundiendo bajo el calor de las sábanas. Quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, ya avanzada la mañana, había un silencio sólo alterado por los gorriones y los mirlos. Caía un chirimiri envuelto en la niebla. Miré por la ventana, el coche aparcado la víspera frente a la casa, había desaparecido.

Dice Marcello Mastroianni en El paso de la cigüeña, de Angelopoulos: “A veces hay que callar para oír la música que hay tras el sonido de la lluvia”. Era la imagen pertinente de lo que sucedía en mi sueño de la noche anterior. Deberíamos callar para oír lo que hay más allá de la lluvia, del ruido diario, del alboroto de los hechos que saturan nuestros ojos impidiéndonos ver, mirarnos. El yo como centro del mundo que reclama nuestra atención: lo que hace, lo que siente, el colapso que las cuerdas de su entendimiento sufren cuando tras la lluvia es capaz de vislumbrar alguna gran verdad que le concierne. Nuestro yo y nuestros gritos lo son todo en la historia de la agitación de la tierra.

Leer la prensa

Y el silencio invitaba a la contemplación. En la bandeja trasera del coche había un teléfono, la funda de unas gafas, libros, mis pantuflas nórdicas, más libros, unos calcetines de lana, un atlas de España. Alargando mi mano derecha, sobre el asiento delantero, se encontraba la comida; a mis pies, toda la ropa necesaria para estos días; anclado en el asiento del conductor colgaba el foco que me alumbraba por la noche; y algo más alejado el bidón del agua y una batería de repuesto. Teóricamente al mediodía debería haber estado en los bosques de Irati, pero el tiempo gris me indujo a vaguear y después a encender el portátil. Si no llegaba hoy llegaría al día siguiente, o acaso al otro, o al otro. Me pesaba un poco ese llano inanimado, la mañana tenía en sus tripas un algo de opresiva. Fue necesario hacer el esfuerzo y ponerme en movimiento; terminé resucitando y poniéndome en camino. Habría de prepararme mejor ante estas eventualidades, la murria, la pereza, el desgano entrando por las rendijas del coche invitando a la melancolía.

Tener a los políticos para que te solucionen la vida; era una idea que me asaltó mientras conducía cami

no de Pamplona. Un modo de disculpar mi lejanía respecto a la política. Leo en el periódico de hoy —siempre hay algo que llama mi curiosidad y entonces el ratón no puede resistir la tentación de indagar— que en Francia una comisión parlamentaria investiga la no escolarización de niños de una secta. El presidente de dicha comisión, un tal monsieur Fenech, hace la observación de que los chavales no sabían siquiera quien era Zidane (!), una apreciación absolutamente relevante en un presidente de una comisión parlamentaria. Saber quien es Zidane o Tom Cruise es hoy el equivalente al conocimiento del catecismo Ripalda de nuestros años de escuela. Mi amiga Marga lee todos los días el periódico, dedica mucho tiempo a la política, tiene un amigo diputado del psoe. Discutimos a menudo sobre este asunto. Yo no leo, ya hago bastante con mirar la portada de El País, y es que me resulta soporífero ir más allá; algún suelto de Millás o Manuel Rivas, acaso, o las viñetas de Hipo Hipo o Forges. En general, nos perdemos en exceso en los caminos fatuos de la realidad; y en particular, en las muy muchas vicisitudes insignificantes de nuestros políticos, y que la prensa no se corta un pelo en aventar para que nosotros tengamos ocupado nuestro tiempo en saber la longitud y la anchura de la sombra que persigue a Rajoy o a Zapatero, o para conocer si a la señora Esperanza Aguirre el sueldo le llega a final de mes o no.

La verdad, y para ser sincero, es que el sistema me proporciona la posibilidad de dedicarme a aquello que elijo. Tomo carreteras, visito pueblos, dispongo de los servicios que necesito, y todo ello es posible porque hay gente que se dedica a organizar el mundo. Nuestro bienestar y nuestra cultura se asienta sobre el correcto o no correcto funcionamiento de las instituciones políticas. Es de agradecer que el mundo funcione, aunque lo haga no exactamente como yo quiero, que de empeñarme en ello tampoco podría ser, y por añadidura me robarían la posibilidad de este tránsito tranquilo por el mundo, ya que organizar el mundo es complejo y consume una gran cantidad de tiempo y energía vital. Lo que me obliga a disculpar aquello que no me gusta y a reconocer el esfuerzo de los que trabajan en la obra común, aunque sea gastando excesiva pólvora en bobadas de tres cuartos.

Si alguien no hubiera proyectado las carreteras, suministrado el carburante para mi coche, fabricado el portátil en que tecleo en mi periplo otoñal por España, pues eso, que no podría estar aquí disfrutando de este particular otoño que me he fabricado este año.

El bosque invadido

Entre Soria y Vitoria; un altiplano racheado por el viento. Me despedí un domingo por la tarde de mi amiga Maite en Salas de los Infantes después de haber rastreado juntos los bosques de Neila y Urbión.

El viento barría el altiplano donde aparqué el coche para pernoctar. No es fácil sustraerse a lo corriente, no hay posible escenografía de cuentos de hadas, de bosque salvaje, de... todo es excesivamente normal; el bosque termina siendo habitado por todos los rincones, si no por los que trabajan o tienen alguna labor en su interior, es por los ciclistas, o por los recolectores de setas, o por los paseantes. Los árboles, el agua, las cascadas, viven el asedio del turismo de masas. Naturalmente el entorno de la Laguna Negra no es patrimonio de nadie, y menos mío, cada uno toma de él lo que su magín le propone; y todo vale. Sin embargo el mundo se reduce sustancialmente, el turismo ahoga el paisaje, lo llena de ruido, de futilidad, de mediocridad.

Cuando salgo a la carretera y me acerco a Burgos, me digo lo mismo, hemos invadido definitivamente el entorno: dos autovías, la vía del tren, los pueblos, las naves industriales. Vamos sustrayendo a la tierra tanto, tanto que terminaremos acaso admirándola sólo en los pocos metros cuadrados de un jardín. Es difícil encontrar un camino que lleve a un lugar donde sea posible no escuchar la circulación de los automóviles, donde los cables no cuelguen sobre los sembrados. Uno desearía un otoño limpio, despejado, personal. Oigo a Maite y una parte importante de la realidad de la que hablamos se me hace extraña. La lucha por el poder y por una alta capacidad de consumo distancia a los hombres de los valores vitales, les aleja, les oculta realidades íntimas, la muerte, el amor... aglutina los deseos en torno a la propaganda, genera un estúpido paternalismo en los políticos, que ni están interesados en educar a la población ni hacen nada para intentar comprender ellos mismos la realidad global; la del individuo, se entiende. Usamos el mundo con un absoluto desprecio economicista... y en los últimos años con un estúpido paternalismo de pacotilla. Los bosques requieren una amorosa aproximación, una relación de amante hacia ellos; no podemos, no debemos invadirlos con el vocinglero trajín de las ferias. Ellos nos alimentan, ellos nos dan paz, en ellos encontramos el descanso de nuestro cansancio, al amigo que llena de armonía nuestra alma.



Treinta años de escuela

Aquel jueves dormí sobre un pedregoso promontorio desde el que fue inútil esperar el atardecer que se disolvió mortecino sobre un horizonte parcialmente nublado. Había perdido el apetito. Recordé escépticamente la escuela, más de treinta años en ella dejaban esa tarde apenas el rastro de un tiempo de trabajo denso. Trabajé intensamente, hice de la escuela un amoroso empeño; dejé uñas y dientes trabajando con los chiquillos. Sin embargo aquello parecía ahora diluirse sin pena ni gloria en el recuerdo. Otros asuntos retenían mi atención.
¿Qué es lo que ocupa, ocupará un lugar importante en nosotros, quizás hasta el momento de la muerte, y qué será aquello otro que al paso del tiempo sólo percibiremos como un accidente en nuestra vida?
Sucede como si una gruesa parte de nuestra existencia caminara obcecada por la inmediatez de los asuntos del trabajo, aunque éstos sean tan de poca monta como dejar constancia en acta en una reunión, de cualquier irrisoria idiotez; los asuntos nos llevan con su carga de emotividad y apremio de aquí para ella, y nosotros, obedientes, nos sumergimos en sus aguas; y nos dejamos llevar durante meses y años por ellos; y necesitamos creer para mientras tanto dar razón de una parcela del porqué de la existencia, para poder huir así del vacío, para no tener que hacernos demasiadas preguntas, para vivir “felizmente”. Así se me aparece hoy una gran parte de esa enorme parcela de tiempo dedicado a la enseñanza. Probablemente nuestros actos y todos los empeños en que en que nos empleamos no tengan otro significado que poder mantenernos en acción; a los planetas y satélites les sucede lo mismo, existen en tanto se mueven, su movimiento es la vida de la misma manera que el dejar de moverse sería provocar su destrucción y su muerte.
Naturalmente hay movimientos mejores y movimientos peores; y ya en ello no parece que haya mejor manera de pesarlos o medirlos que la persistencia emotiva de éstos en la memoria. Ergo, echar vista atrás en nuestra historia personal y tratar de rescatar aquello que brilla, aquello que conmueve, lo que dejó una honda impronta, lo que nos hizo llorar, lo que conmocionó todo nuestro ser, lo que alentó la mejor parte de nuestro yo. Eso es lo que vale; ello debería ser lo que alimentara nuestro conocimiento y nos orientara para tratar de ver claro hacia donde deben dirigirse nuestros esfuerzos; sí, antes de que sea demasiado tarde. Saber sencillo y simple. Echar un vistazo al pasado y recuperar de él todo lo que la memoria nos trae de verdaderamente emotivo y entrañable. Habrá que esperar algunos años para que el tiempo, con el recurso de su recurrencia a la memoria, nos diga qué es lo que ésta salva y qué no. Una buena forma de conocimiento en todo caso.
Después se hizo de noche, La luna salió deslucida y perezosa envuelta en un refajo de nubes oscuras. El día siguiente sería volver a caminar por el otoño a cuestas con mi máquina fotográfica.

El hecho amoroso

Algunas variaciones más sobre el mismo tema. El frufrú de las hojas, suave ahora, impetuoso en otros instantes, como inflado por el ímpetu repentino de un sentimiento violento, acompañaba a las notas de la sonata para piano op. 111 de Beethoven. Me vengo preguntando desde días atrás por el lugar en que cabría colocar algunos de los sentimientos más emblemáticos de hombres y mujeres de decidirnos a reconocer el contexto evolutivo al que todo proceso vital parece estar supeditado en última instancia. Un pensamiento que surge en el amante, cuando observa las dificultades y los míseros resultados que obtiene al tratar una y otra vez de romper las amarras que le mantenían atado a su antigua pareja. Las fuerzas en contra son tales, la desazón, la angustia tan penetrantes, que aun viendo objetivamente con una claridad meridiana la necesidad de no volver a encontrarse más a su ex, todo su organismo parece trabajar en sentido contrario. La decisión queda ahí, en el frente, como un dictado contra el que la esperanza y el cuerpo entero tratarán de luchar en los próximos días, semanas, meses tratando de anular el dolor a veces insoportable, debatiéndose como en medio de un charco de sangre por volver a encontrar la forma del anhelo, la pequeña luz que evite el desastre.

Uno, sucumbiendo una y otra vez a un deseo no reconocido de reencuentro, se termina viendo en una trampa en la que a él le corresponde el papel de títere llevado de aquí para allá por la conformación de la biología a la que ve trabajar de continuo usando todos los medios y artimañas posibles para llevar a cabo sus fines, que no otra cosa es para ella la imperiosa fuerza que empuja a hombres y mujeres hacia la unión; lo que apunta directamente contra esa cándida idea que tenemos de una parte importante de nuestras relaciones afectivas. Una cita de la investigadora americana Helen Fisher, sirve para ilustrar lo que digo: "El impulso sexual se desarrolló para motivar a los individuos a perseguir el sexo con cualquier pareja apropiada. La atracción, el precursor mamífero del amor romántico, se desarrolló para permitir que los individuos persiguieran a los compañeros de apareamiento preferidos, y así ahorrar tiempo y energía dedicados al cortejo. El sistema de circuitos del cerebro para el vínculo macho-hembra se desarrolló para permitir a los individuos permanecer con un compañero el tiempo suficiente como para completar las tareas de crianza especificas de la especie". Es probable que tener en cuenta esto ayude a entender la irracionalidad de las fuerzas que actúan cuando se trata de romper el apego que los vínculos sentimentales crearon.

Parece que de los trabajos de investigación que se han llevado a cabo en este campo, se deduce que en las personas que pasan por ese momento de locura del enamoramiento, se dan condiciones entre las cuales la presencia o no de algunos neurotransmisores es determinante; así, en los sujetos investigados con estas características siempre aparece un bajo nivel de serotonina, y uno ligeramente alto de dopamina, así como es relevante la presencia de una sustancia denominada feniletilamina. La científica italiana Donatella Marazziti llega incluso a calificar de enfermedad este estadio de “anomalía”, piensa que las personas “enfermas de amor” sufren de un trastorno obsesivo compulsivo.

Estas consideraciones no son ni mucho menos un todo en relación al hecho amoroso, pero indudablemente aclaran algunas cosas, y entre ellas la importancia que la química y la biología tienen en él. Ahora habría que averiguar qué es primero, el huevo o la gallina: ¿el flechazo es un subidón de los neurotransmisores responsables o, por lo contrario, como consecuencia de él se produce una alteración del nivel de éstos? ¿O acaso las condiciones del organismo, su historial, su necesidad de compañía, el clima, el hecho de que sea primavera o invierno están ahí agazapados y sólo necesitan ver aparecer su objeto amoroso para ponerse en movimiento y coadyuvar con su presencia a que el entero mecanismo biológico, psicológico y sentimental se ponga en funcionamiento? Y es fácil imaginar personas y situaciones en las que sería muy poco probable que se produjeran este embrujo sentimental, mientras que nos parece lógico que tal cosa se dé en otros casos.

Sea lo que fuere lo que desencadenan esos trastornos obsesivos compulsivos, o lo que hace tan difícil a veces romper los vínculos al cabo de un tiempo de relación, aun siendo un misterio, no le vienen mal estas consideraciones; igualmente conocer cómo en el cerebro límbico se asientan, se consolida gota a gota, hecho a hecho, año a año nuestra afectividad, nos puede ayudar a comprender que el proceso inverso no puede deshacerse con un acto de voluntad momentáneo, sino que necesitará un tiempo similar para deshacer lo que con tanta afán se dedicó a construir nuestro afecto.

En cualquier modo el sentimiento de estar atrapado en los mecanismos de la biología de la reproducción y sus colaterales, es decir algo así como en las manos del destino, de una divinidad ciega que, fabricando un juguete con ésta o aquella finalidad, nos castiga con la ansiedad y el desasosiego; en cualquier modo, decía, es un sentimiento que nos pone en contacto, como todo lo que nace de la hondura cósmica de nuestro ser, con las fuentes más íntimas de nosotros mismos; nos da profundidad y significado, nos arranca de la rutina de la acumulación de los hechos, nos invita a sondear las fuentes inagotables de nosotros mismos. Sí, y nos produce intenso dolor, pero ¿no es ese, no obstante, el reducto más nuestro, la conciencia íntima que sustenta nuestro otro ser más liviano y pedestre?

La sonata para piano op. 111, que me acompañaba en la escritura y a cuya audición me había inducido la larga conferencia de Kretzschmar, el personaje de Doctor Fausto, de Thomas Mann, “conducida a su término, había llenado su destino, y alcanzando su meta, se elevaba y se disolvía; se despedía en fin”. En el aire quedaban las últimas notas y la perplejidad de pensar frente a la tarde que declinaba, entre las ramas casi desnudas de los olmos, ese hecho amoroso que ofusca de continuo mi capacidad de comprensión.

Si todo es así

Oigo en esta tarde ventosa la encantadora voz de Marga. Se me hizo noche mirando los graffitis de Guille, me dolían los ojos y traté de descansar; pero antes coloqué en la playlist del Winamp el tema Si todo es así, de Mike Stoller y Jerry Liebre. En la oscuridad la voz de Marga era como un milagro naciendo de la noche. Tenía muy reciente la conclusión de un relato que narraba una noche al final de una tormenta en la grieta de un glaciar de los Alpes, algo que me pudo costar la vida hace más de treinta años. Hay muchas piezas que no cuadran en el puzzle, no podemos pretender la armonía perfecta; pero un día llega la tarde con su viento doloroso y su oscilar de ramas y arranca las piedras de los caminos, tira las empalizadas, transforma la realidad en una pirueta de circo, y es necesario entonces hincar las rodillas en la tierra y rezar; cruzarse de piernas frente al horizonte y contemplar la bastedad de la tierra, respirar hondo, sumirse en una meditación profunda.

Sobra el si; todo es así, sin más; o mejor, todo es como es, ni más ni menos. Aquel día lejano de mil novecientos setenta y tres, el día era perfecto, maravilloso para aferrarse al granito rosado de la montaña y escalar mil quinientos metros de desnivel; pero después llegó la tormenta y acorraló en su parafernalia de rayos y truenos nuestros cuerpos, las paredes se llenaron de las bolas translúcidas del granito, quedamos a merced de la montaña, de la tempestad, de la noche. Y aún pareciendo que había llegado el momento y que el amanecer no vendría nunca al fondo de la grieta donde vivaqueábamos con lo puesto, aun así se hizo la luz en algún momento; los dioses de la montaña fueron clementes, fue posible volver a vivir de nuevo. Alguien tiene un amor y entonces los campos son verdes y las laderas se llenan de amapolas y chupamieles, de pájaros, y todo canta y es la loca locura de la felicidad... hasta que llega la noche de los cuchillos largos y el miedo o la histeria de los celos, y entonces todo se derrumba, el mundo se hunde, la primavera ya no existe, las amapolas fueron un sueño, el delicado color de los pétalos de los chupamieles se hizo ceniza entre las manos abiertas de la memoria. Y sólo cabe nuevamente ponerse de rodillas y rezar, o anegar el corazón con la hiel de la com-pasión. Cosas que pasan.

Algo no cuadraba, dice la letra de la canción de Marga; y tanto, una casa que arde, un día de circo, la suerte de un amor. Siempre queremos tener el mundo bien organizadito a nuestro alrededor, poner etiquetas a las situaciones difíciles, nombres lo incomprensible, a lo que nuestra alma no puede asimilar. Le ponemos una etiqueta encima , la que mejor nos venga, y ya parecemos contentos. Pero es mentira. Esas cosas sirven para el juzgado, para engañarnos, pero no para el alma que es mucho más sabia que todas las razones del mundo juntas. Las llamas de la casa, el circo, el amor, una razón para vivir, son los temas que a la postre recogen las fotografías de mi hijo en su peregrinar por las calles de Madrid a la caza de lo que van sembrando los graffiteros por sus paredes.

Todo es así, ahora hace falta que de nuestras oraciones y rezos en el altar del día a día, vayamos aprendiendo a comprender que las cosas no son más que como son y no de otra manera, y, por supuesto, no como queremos imaginárnoslas. Es la gran sabiduría del Tao.

Una monja en el Montseny

Ayer me di una vuelta por la Pedriza con mi amiga Charo y, sentados al sol, nos enredamos con la historia de una amiga suya, ermitaña desde hace cerca de cuarenta años en las montañas de Montseny. Y desde ahí, pasando por San Juan de la Cruz y algunos otros temas, vinimos a darnos de bruces con el fondo de la parábola aquella de Machado de “Era un niño que soñaba, un caballo de cartón”. Si la ermitaña soñó un mundo en su soledad y se encerró en él, viviendo el beneficio de su sueño, una felicidad a prueba de bomba en su burbuja de vida aislada; si nos engañamos o no; si es bueno o no jugar a desentrañar si lo que vivimos es sueño o no; si…

Hoy, mañana de otoño, de andar entre los sembrados, mis pensamientos caminaban por las veredas del Montseny. Sentí profundamente que la vida, la masa biológica de la vida, se las ingenió después de millones de años para crear la trampa irresistible del sexo para su propia conveniencia; trampa sofisticada... y mucho. La naturaleza va a su bola y nos involucra hasta el culo en su obsesión de vivir permanentemente, auque sólo sea en la llama que va pasando de la vida de los padres a la de los hijos. La explosiva energía interior que acumulamos: ¿qué empleo le damos? Una muchacha de veintiún años la encauza hacia el temprano ascetismo de la contemplación, otra hacia su amante.

¿En ambos casos una trampa, fuerzas que nos mueven “engañosas” hacia un Todo que nuestra limitud fabrica para huir de la muerte? ¿El deseo de Dios y la pasión entre hombres y mujeres no nacen y se dirigen al mismo objetivo que en la noche oscura del alma busca una otredad en la que enjugar nuestras lágrimas y fundir nuestro anhelo? ¿La ambivalencia de los versos de San Juan de la Cruz
“¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!”, es otra cosa que esto?

Y llegados aquí, e independientemente del nombre que diera a estas cosas Freud, ¿no nos será dable algún día sustraernos a la poderosa fuerza magnética que nuestro organismo fabrica con criterios biológicos, de manera que podamos encauzar esa energía alternativa resultante hacia un trabajo personal consciente? La enorme energía que cada primavera debe destinar un árbol para llenar sus ramas de hojas, la emplean otras especies protegiendo esas mismas hojas con una dura cutícula foliar que las aísla del frío. La naturaleza es sabia y tiene sus recurrencia. Basta salir al campo en primavera y observar lo que sucede en el mundo vegetal. Llevar el amor, que no es otra cosa esto de lo que vengo hablando, a la proximidad de la biología y la botánica puede inducir a lanzar algún anatema a alguien, pero... En cualquier modo estamos en otoño, época de reflexión y considerandos. Sólo palabras, si se quiere. Ninguna conclusión a la que echar mano, unicamente la constatación de las muchas raíces que se desarrollan bajo el suelo. En un apretado bosque otoñal, que bien puede ser imagen de la vida, ¿quién sabrá decir con exactitud a qué planta, arbusto, árbol pertenecen los millares de intrincadas raicillas que alimentan el mundo vegetal? ¿Quien podrá decir con exactitud lo que alimenta el ánimo ascético de la monja del Monseny, que nutre la pócima de las flechas de Cupido?

Y todo es tan oscuro

Y todo es tan oscuro que sería deseable probar el vacío de la oscuridad, el aire leve que viene del fondo mientras se cae como dentro de un sueño. Una tentación, caer y llenar el corazón de caída y de oscuridad, de lejanía y ostracismo. Y después nada, levantar la cabeza de la almohada y mirar alrededor, levantarse, ponerse en movimiento, coger la escoba y el trapo del polvo y limpiar la casa. Aquí no pasa nada, la vida sigue adelante; en medio de la oscuridad el paraguas se ha abierto y ahora el fondo del pozo es un lejano campo de rastrojos sembrado de almendros, unos pocos caminos atraviesan el campo; la brisa mueve suavemente mi parapente, está atardeciendo.

No obstante digamos que tampoco sirve de mucho perseverar en exceso en ese vuelo parapéntico dentro de la noche. En cualquier modo habrá que seguir viviendo, es necesario. Lo que no tiene solución más valdría no tocarlo demasiado. Un poco sí, pero no conviene pisotear demasiado el prado que lo rodea, los nomeolvides, las gencianas; desaparecería la hierba, estropearíamos la razón de ser de la fuente, de las flores, ni siquiera podría el lugar servir de abrevadero a los pequeños animales del bosque. Tocarlo lo suficiente como para que el corazón no se nos vaya haciendo de piedra.

Y todo esto porque hoy, cuando de las paredes había desaparecido la posibilidad recurrente de mirar, reposé la mano sobre la estantería y me tropecé con la grabadora, y la puse en marcha, y esperé, y en un momento empezaron a surgir sonidos conocidos, y luego voces, y más tarde lágrimas, y a continuación susurros y el hipo entrecortado de cuando uno no puede pronunciar las palabras porque las palabras son en exceso toscas.

¿Será posible resistir desde la tristeza, dejarla ahí como un río subterráneo que te atravesara el alma, mientras tú te enfrentas a las tareas del día? ¿Amaestrar tu añoranza escondida hasta el punto que corra por tu cuerpo como sangre de tus venas, tú y ella una misma cosa, vida secreta que como un manantial oculto nutre tu cuerpo en el escondido espacio de la noche; y ser rincón luminoso, almohada de tu sueño?

Resistir, habitar la tristeza y no desear más; no beber otra agua que su sed. Y acaso no ser ella la que mi cuerpo y mi alma inventaron para huir de la soledad y el silencio, el barro en donde hundir mis manos, en donde secar sus lágrimas, en donde ver brotar la hierba y las flores; ella, tristeza, radiante rostro de niña viniendo a mi encuentro. ¿Espléndida hoguera clavada en la línea del horizonte, igualmente lejos siempre, por tanto? ¿Energía subliminal sobre la que construir versos, sobre la que inmolar el sueño cada noche? ¿Qué eres, tristeza, sino sueño, inaprensible, puro mecanismo, tensión, fuerza que acumula mi cuerpo a la vera del camino para perseverar en este viaje hacia la nada? Sólo cabe esperar, dejar que la tarde avance, que se desvanezca el sueño... Y volver a la paciente espera. O por lo contrario, vagar por el desierto y la noche, encender el fuego del no deseo e irle arrimando astillitas para que alumbre nuestra paz, para que ciegue con su luz la presión de un organismo abocado a vender su alma al diablo.

Benditas sensaciones

El cielo estaba cubierto, fuera había un llano que se perdía en el horizonte, una fila de chopos aislados; dentro la pereza propia de un día ventoso y nublado de otoño que invitaba a seguir en el saco durante toda la mañana. El aire producía un sonido bronco al impactar con el coche. Soñé con una casa que habitábamos en otro sueño. La tierra está muy poblada pero esa mañana el paraje en donde amanecí era un desierto.

¿Qué debió de ser de los primeros hombres que vagaban en invierno por la tierra ventosa e inhóspita? ¿qué sensación de desamparo debía de habitarles? Sensaciones. Sería necesario pasar, aunque sea levemente, por el paisaje de las experiencias para aproximarnos a ellas. Habitar otras experiencias, vivirlas desde dentro, un modo de trascender nuestro limitado punto de vista. Porque frecuentemente vemos la naturaleza desde fuera, no tomamos posesión de ella. Convertirse en árbol y pasar allí el invierno y el resto de las estaciones, llena el alma de la pura contemplación de los elementos y de la compañía de la lluvia gris e infinita; convertirse en prado, en monte que observa tu paso, tu fatiga, tu admiración, la fruición con que te empeñas en atravesar sus laderas sumido tantas veces en pensamientos reiterativos; convertirse en petirrojo confiado posado sobre un tronco cercano en donde tú das cuenta de unos frutos secos y te sorprendes de su cercanía y le lanzas algo de lo que estás comiendo y el petirrojo se acerca y quisiera ser tu amigo; ser frío húmedo rondando el refugio, la tienda en donde despiertas una mañana aterido, con los pelos revueltos, el cuerpo lleno de pereza; ser en fin viento y atravesar la tierra con tu fuerza transparente, agitando las ramas, haciendo temblar las aguas de los lagos, invitando a buscar refugio a los habitantes del bosque, robando la placidez de un soleado día de enero.

Pero ¡ay! ¿cómo entrenar al cuerpo, cómo convencerle para que salga del calor de la civilización, de la cercanía de la calefacción para echarse al bosque, para enfrentar la ventisca, para lavar su cuerpo en el agua fría de los arroyos? La comodidad nos puede, la pereza nos ronda peligrosamente por dentro pidiendo la cercanía del brasero. Y hablo de los habitantes próximos al bosque, no de quien vive lejos de ellos.

El viento tumbaba las hierbas, inclinaba las ramas de los chopos. En la línea del horizonte, entre la calina, podía ver la sombra lejana de los vehículos que transitaban la autovía. Producir, crear bienes que consumir, atender a nuestras necesidades. Las necesidades. El petirrojo que se me acercó en el Cañón de Río Lobos resistía al frío y al viento, buscaba la comida en las bayas que dan los arbustos, lucía su bello cuerpo. ¿Qué será de él con la fuerte lluvia, con el viento? No obstante, las necesidades. ¿Qué necesidades? ¿Cuántas? ¿Las necesidades que una vez satisfechas han de dejarte tiempo para la contemplación, para la vida o las necesidades que lo son todo en sí mismas y te enredarán entre sus cuerdas para hacer de ellas la única razón de la vida? Que te alejarán del bosque, de la naturaleza, que acaso apartarán de nosotros la sabiduría de lo simple, el contacto imprescindible con los elementos.

Y vivir. Pero vivir en las cavernas es triste, el hombre debe construir una casa que le proteja de la lluvia. Está bien construir una casa, una casa bonita, además; y todo lo necesario para hacerla cómoda, para poder mirar por la ventana con satisfacción, y oír el viento y la lluvia y sentir que el frío se puede evitar. Y descubrir la música en algún momento; encontrar que después de la casa puede haber otras construcciones, ahora construcciones para el alma; hacer poesía con la que alimentar el espíritu. Esperar a pie enjuto, con la vista en el horizonte, la llegada de los hados, el céfiro, aquello que ha de vibrar en nuestro interior con una tonalidad y una fuerza capaz de hacernos entrar en éxtasis. La vida es éxtasis (Emerson).

Administrar las sensaciones, atreverse a cruzar reductos húmedos y oscuros llenos de promesas, no secar la fuente de nuestras emociones. Saber de dónde brotan, de qué oscura procedencia llegan a nosotros, estudiar su geografía, su anatomía, dormirse junto ellas, hacerlas propias hasta el punto de que nuestros ojos y nuestros oídos queden lo suficientemente limpios como para reconocer al instante su genuina pureza. Aprehender del instante su sustancia intrínseca.

Después entraba el sol por la ventanilla abierta del coche. Se disolvieron las nubes, el viento era más amable y fue grato mirar desde el saco de dormir el páramo silencioso.

Anna Frank y mi higuera

Durante muchos años animó la vista de la ventana de mi cabaña una higuera que, como dedos abiertos de una mano que recogiera la lluvia, se mantenía frente a mí día y noche, estación tras estación como una buena amiga que me hablara continuamente de los temas más diversos. Si era primavera, los tiernos brotes de sus hojas, que el tiempo habría de volver ásperas, subían como llamas de esperanza alentadas por el calor; si invierno, despuntaban por el borde del alféizar como estilizados personajes de Giacometti, nudosos y esqueléticas sus ramas cimeras, como las manos sarmentosas de esa anciana que canta José Larralde. Me hacía entrañable compañía; en ella veía yo el cambio de las estaciones, escuchaba el rumor del viento. Sus hojas recogían la luz plateada de la luna; incluso la nieve de algún invierno caprichoso dejó en su tronco ceniciento el frío húmedo de su abrazo.

Hace unos días El País recogía la noticia de un famoso castaño de una plaza de Amsterdam que había de ser talado en los próximos días; se trataba del castaño que Anna Frank veía por la rendija de una de las ventanas de la buhardilla en donde, huyendo de los nazis, permaneció encerrada dos años. Esto escribía Anna en su diario: “Desde mi sitio preferido, en el suelo, miro el cielo azul, el castaño aún desnudo, en cuyas ramas brillan las gotitas, las gaviotas y los otros pájaros que cortan el aire con su vuelo rápido”. Esa rendija de la ventana de Anna Frank me recuerda hoy mi ventana y mi higuera. La higuera, igual que el castaño, murió de vieja o enfermedad; fue un verano en que viajábamos por algún remoto lugar de Asia; mi hija Marta nos escribió cariacontecida dándonos noticias del hecho; sabía lo que yo apreciaba la compañía tranquila de aquella higuera. Bajo su sombra escribí una novela, Ficus carica se llamó aquel relato, que después se transformó en Las hojas se volverán ásperas a raíz de una percepción pesimista en la que el paso del tiempo por fuerza habría de transformar la vida en “un par de ásperas garras” (Eliot).

Se perdió la higuera pero la ventana permanece; desde ella miro hoy el otoño todavía adornando nuestra parcela; el agua de los últimos días desnudó al arce de su esplendor, su vestido otoñal cayó a sus pies y alfombró el prado circundante con el oro de su hojas; junto a ellas nacieron setas de cardo y champiñones; las hojas de los prunus brillan como miel oscura traspasada por el sol; las hojas pinnadas de las acacias se mueven inquietas en el ángulo de mi ventana.

Entonces el horror recorría las calles de Amsterdan y de Europa. Anna Frank comienza su diario el día de su decimotercer cumpleaños, un catorce de junio de 1942. Todos desearíamos que por nuestras ventanas entrara el sol y pudiéramos contemplar la espléndida belleza del mundo en que vivimos, pero somos renuentes al aprendizaje. Los pocos años que pasamos sobre el planeta los convertimos periódicamente en un enorme charco de sangre; ahí tenemos hoy mismo en Hanoi a Busch el paranoico, defendiendo la permanencia de Estados Unidos en Irak basándose en la derrota que tuvieron en Vietnam.

Porque si al menos los unos y los otros se pudieran llevar sus delirios de grandeza al otro mundo y, convertidos en momias, vagar por toda la eternidad a cuesta con todo el poder y el dinero del universo... pero es que ni siquiera eso, unos pocos años y se acabó. ¿A qué coño juegan?

El dios de las pequeñas cosas debería guiar los acontecimientos del mundo. Seguro que un dios de estas características, más atento a los detalles, a los cambios de las estaciones, a las caricias, al calor del sol sobre nuestras mejillas nos harían más felices.

Frente a mi ventana corretean ahora dos conejos; a unos metros un mirlo está a lo suyo, picotea en la tierra negra a la búsqueda de lombrices; el viento mueve las hojas de los árboles.

Thomas Mann y Machado en Cidones

Aquel día de Cidones fue levantarse rarillo y caminar por un espléndido cañón en solitario; y, además, los álamos dorados y el color almendrado de la roca con el juego de sus oquedades asomadas sobre el lecho del río; también hubo un pajarillo, un petirrojo que se acercó a compartir los cacahuetes que me comía bajo el chirimiri. El biógrafo Adrián Leverkühn, en Doctor Fausto, el libro de Thomas Mann, compone la vida de un músico, que a los veintipocos años supera en mucho la penetración y el nivel intelectual y cultural de la gran mayoría de los seres que habitan este mundo; sin embargo la equívoca entrada en un prostíbulo de Leverkühn, creando en él un relevante caos, permite al lector desquitarse del sentimiento de inferioridad a que le había sometido el competitísimo protagonista para poner las cosas en su sitio; la imagen hierática y prepotente del personaje se derrumba cómicamente frente al lector cuando aquel recibe sobre su hombro el leve contacto de una mano mientras improvisa en un piano vertical en el salón de un prostíbulo unos acordes, y que son como el tambor que anuncia una inmediata retirada de pies para qué os quiero. Estas rápidas pinceladas de humanismo reconcilian al lector con este aprendiz de genio; a partir de aquí será más fácil ver en él ese lado enfermo quebrando frente al cuerpo de una mujer. Lado enfermo en un sentido amplio, que por otra parte el autor vinculará profundamente al genio y a la energía vital que será fuente de las manifestaciones creadoras. En cualquier modo ¿cuáles son los sentimientos, las emociones que irrumpen en este tan pagado de sí mismo personaje, para que en determinado momento la música, las obligaciones sociales, todo quede a un lado frente a la urgencia de emprender un largo viaje en busca de la muchacha del prostíbulo que en un momento deslizó la mano sobre su hombro? Un levísimo contacto con la mujer, y de golpe todo brilla con dolorosa claridad, con un magnetismo imposible de resistir.

Decir que el individuo raramente hace lo que le place no es un disparate; muchos factores se interponen en su camino, un mar de confusión flota frente a él desde temprano. Los centenares de liliputienses que cada uno lleva consigo, porque las ataduras propias y ajenas suman su trabajo, nos privan de la libertad necesaria para distinguir con claridad en este nebuloso paisaje el camino conveniente; y entre ellos éste por el que me ando perdiendo desde hace un rato, un largo circunloquio para decir que de una manera u otra el ser humano se ve constreñido a permanecer lejos de sí mismo. En el libro de Thomas Mann el hombre que dedica su vida al arte y a la cultura, se desmorona por el efecto del contacto de la mano de una prostituta que se interpone entre él y su hábitat creando un cataclismo en la conciencia.

Cuando esa mañana me crucé con dos chicas —nos vamos a mojar, fue nuestro saludo—, no dejé de pensar lo que tantas veces pienso cuando me cruzo con mujeres. Mi cuerpo se expresa, nuestra indomesticada codificación genética no hace más que cumplir un cometido; luego nosotros le añadimos la poesía, el sentimiento, la euforia cupídica, si es que llega el caso, porque tampoco es necesario llegar siempre hasta allí mismo. Ya la moral establecida o las religiones se ocuparon de profanar la naturaleza inventando términos recurrentes que nos advirtieran sobre los peligros concomitantes al “amor”, y así inventaron la palabra lujuria para anatemizar y marcar las inevitables distancias entre el cielo y el infierno. De la misma manera que la atracción sexual lleva en sí implícita una trampa que reta a nuestra razón con la fuerza del instinto, nuestra razón ha de ser capaz de retar a su vez con el esplendor de su creatividad a todas aquellas fuerzas que, nacidas en nosotros bajo mandato biológico, pueden ser transformadas, como energías que son, en otros sofisticados productos, entre los cuales el erotismo es un buen representante de ello.

Y ya que estamos en tierras machadianas, Cidones, punto de arranque de la excursión del poeta que le llevaría a las tierras de Alvargonzález, no estaría de más hacer mención a Leonor, aquella muchachita de quince años (¡quince años!) que fuera esposa de don Antonio y a la que rindió enamorado tributo después de su muerte, ocurrida dos años más tarde, en estas tierras de Soria. No sabría expresar exactamente cuales son los pasos que me llevan a poner en relación asuntos de tan de diferente condición, sin embargo intuyo que, como tantas veces, el ser humano, apasionándose, dedicándose de por vida a determinados asuntos, poniendo en relevancia unos, minimizando otros, no deja de obrar con cierta ridícula arbitrariedad que deja con frecuencia “su cuidado entre las azucenas olvidado”. La profunda depresión de Machado ante la muerte de su joven esposa apunta precisamente ello. Una niña de la que se enamoró cuando ella tenía trece años habría podido ser suficiente para llenar un buen pedazo de la vida de este hombre insigne.

La cortina de agua que cubría los cristales del coche dio paso a un bello arco iris. La tormenta se alejaba hacia los altos de Urbión. Quedó una plácida tarde con un ruido de truenos en el horizonte. Una larga fila de chopos, con el amarillo del otoño en sus ramas, señalaba la línea del río.

Laguna Negra


Frío por la noche, terminé escribiendo con los pies metidos en el saco. Dormí no obstante desnudo. La luna asomaba por la ventanilla trasera del coche, transcurrió mucho tiempo antes de que me durmiera, era agradable saborear el final del día en el calor del saco mientras fuera estaba la noche y el frío. Sensaciones de vida nómada, la certeza de que me tendré que acostumbrar al frío, cada noche un paisaje diferente, un cielo distinto, el placer de conducir despacio mirando intensamente lo que me rodea.
De camino a la Laguna Negra me sorprende el esplendor otoñal, los servales como llamas apagadas por la niebla, las hayas doradas, el verde ligero del pinar. Las laderas forman un suave tapiz salpicado por el verdor de los pinos entreverado por las difusas manchas de los hayedos. Paseo por el bosque a la busca del rincón encantado, de la delicadeza de unos tonos, del rumor de algún arroyo; algunos saltos de agua corren por los pies del bosque; un enorme tojo se levanta oscuro entre las hayas, fornido, robusto, aislado, masculino, hombre entre la femenina exuberancia de las hayas que van desnudándose poco a poco haciéndose livianas, como muselina entre la masa arbórea de los pinos. El camino se eleva por el oeste atravesando pequeñas cascadas. La laguna en la que yace el cuerpo masacrado de Alvargonzález, negra, como corresponde a la leyenda, ha sido domesticada por las autoridades, rodeada de balaustradas, puesta al servicio del turismo de masa, pero basta caminar un poco para recobrar la sensación de la salvaje belleza que proporciona el conjunto, los grandes farallones, los colores cálidos de la vegetación, la niebla añadiendo su pincelada de misterio a la mañana.

Entre San Esteban de Gormaz y Burgo de Osma.

El río Duero, que cantan los poetas, que atravesaba espeso el otro día San Esteban de Gormaz, a los pies de la muralla, rodeando álamos de corteza blanca en cuyas ramas el otoño había ido colgando ya su santo y seña, trémulas hojas doradas que susurraban con la brisa colgadas sobre el lecho ocre del río, junto a los arcos de piedra. Luego lo miré desde lo alto, desde la Iglesia de San Esteban, donde la piedra de los fustes y capiteles vestía también su color de otoño. Los álamos escondían entre sus hojas el río de Machado, el de la curva de ballesta en torno a Soria, aquí sólo una perezosa masa de agua que arrastraba a su paso el color de la tierra.


San Esteban de Gormaz, Burgo de Osma, algunas alamedas doradas, Cañón del Río Lobos, al fin, con una multitud de jubilados invadiendo el parking del parque. Era agradable conducir por carreteras secundarias. Pasear por la catedral de Burgo de Osma es volver al pasado, al otro lado del eje, al otro lado del laborar, cuando andaba por los veinte, cuando los ojos y los oídos se paseaban por el mundo a fin de conocerlo y dar razón de él. El silencio y la penumbra siguen siendo el atractivo de estos lugares. Me acerco a una de las capillas; de uno de los confesionarios asoma la mano de un sacerdote. Turno de guardia, es poco probable que venga alguien a confesarse en medio de este silencio, pero... Viejos y anacrónicos tiempos que perviven como fósiles vivos dentro de nuestras estructuras sociales. Ave María Purísima, sin pecado concebida. Repetir la consigna, alimentar el fondo de la conciencia con pertinentes creencias. Purísima quiere decir que no folló, porque follar es malísimo, pecaminoso, sucio, deplorable, y eso no podía hacerlo la virgen aunque hubiera de nacer de ella un hijo; así que algo había que inventar, sin pecado concebida. Porque era virgen, es decir no había tenido gozosas relaciones con un hombre. Los dioses griegos fornicaban y tenían hijos, ya fuera entre ellos mismos con o alguna mortal meritoria. El cristianismo quiso inventar una variante, y como aquellos santos y castos padres de la Iglesia tenían notorios problemas sexuales, no les cupo otra solución que negar la más palpable evidencia e inventar algo contra natura. Los Santos Padres se reunieron en cónclave y se lo plantearon: ¿qué podemos hacer con este asunto? se dijeron. Y no se les ocurrió otra cosa que negarlo, y así la virgen concibió por obra y gracia del Espíritu Santo, que, además, la tradición representaba bajo la figura de una de esas aves estúpidas que engorrinan todas las ciudades con sus chorreantes deyecciones. Concibió por obra y gracia. ¿Pero cómo, qué coño hizo el Espíritu Santo en el útero de la virgen? ¿Atravesó el santuario, y sin pasar por la puerta se instaló en un óvulo que andaba por ahí despistado? ¿No miraría el Espíritu ese siquiera de soslayo el bello púbico, la rajita de la virgen? Y si no miró es que no tenía curiosidad, ni posibilidades de deseo —un ejemplo, claro—; y si no tenía deseos ¿a qué coño se dedicaba este espíritu, que todo lo sabía, que todo lo tenía y que por consiguiente no tenía nada, exactamente igual que ese alumno mío que el pobre está atontado porque sus padres y sus abuelos le dan de todo, le llenan la habitación de juguetes y, a él, por tanto no le queda otra cosa que ser espectador, aunque eso sí, no le permiten salir a la calle porque se puede constipar y le pueden secuestrar los de la ETA? Pues muy fácil, ya se sabe, cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas. En este caso, Dios Padre, aburrido como una ostra no le quedaba otra cosa que dedicarse a joder la marrana al personal, vamos a los hombres, que si una apetitosa manzanita por aquí, que si una culebrita juguetona por allá. El pobre no tenía nada que hacer y como quería divertirse nada mejor que dedicarse al teatro, a montar la escenografía de la tentación, a chinchar al prójimo, a probarle, a ponerle trampitas para que se diera de narices contra el suelo. Se comportaba como lo han hecho siempre todos los aburridos del mundo, todos los autosatisfechos, todos los pagados de sí mismos. Sí, y si no le amas sobre todas las cosas además, pues la cagaste, te manda al fuego eterno; eterno, tío, por toda la eternidad, ahí es na. Es maravillosamente rocambolesco que a un loco de semejantes dimensiones se le haya seguido haciendo caso, alguien que lo que sí hubiera necesitado habría sido un buen psiquiatra que le apaciguase sus delirios de grandeza, su maldad, su egoísmo, sus traumas sexuales. Si bien, hablando con mayor propiedad, a quien habría que destinar las líneas anteriores sería a los popes de todos los tiempos, que inventando un dios a la medida de sus obsesiones, lo que hicieron fue crear un ser ególatra lleno de inefable rencor.

Más allá del confesionario brillan las velitas de las ofrendas, los feligreses piden mediante ellas esto y lo otro a sus santos, a sus vírgenes, y para ello depositaban unas monedas y prendían el cabo de una vela. Un medio baratito para que a uno le toque la lotería, se le cure una pierna, se le aligere una artrosis o el parto por venir no sea problemático. Las velitas lucían hasta que la cera se consumía, momento en que la petición, lógicamente, quedaba cancelada. No, nada de largas listas de espera, si quieres un favor, apoquina, y, además, que la velita quede encendida, que si no no hay tu tía. Pues no, no señor, ahora no es así, ahora las velitas han sido sustituidas por un plástiquito en forma de ridícula velita con llama incluida, en cuyo interior hay colocada una bombillita de linterna. ¿No recordáis aquellos juegos con preguntas y respuestas que encendían una luz cada vez que se tocaba los dos terminales que ponían en comunicación la pregunta con su correspondiente respuesta? Pues ese tipo de jueguito es el que ahora inventaron para esta catedral de El Burgo de Osma, sólo que en este caso se trata de un sistema de comunicación con la divinidad y sus adláteres. Usted deposita su moneda e inmediatamente, a la velocidad de la luz se entiende, se enciende una bombillita dentro de un caperuzón traslúcido de plástico, lo que indica que su ofrenda ha sido aceptada y ya la virgen o el santo de su devoción va a empezar a tener en cuenta su petición. Imagino que, claro, una moneda no va a hacer que aquello esté encendido permanentemente; con toda seguridad habrán introducido un contador cuyo contar estará en relación con el importe de la moneda depositada; sí, como en los parquímetros, vamos, que si se te pasa el tiempo y no ha metido más monedas, multa que te crió; sólo que aquí, por supuesto no hay multa, simplemente te quedas a la luna de Valencia, parirás mal, no se curará la pierna, la artrosis te la vas a llevar puesta hasta el fin de tus días, etcétera... a no ser, claro que sigas depositando moneditas y manteniendo el circuito eléctrico en funcionamiento. Mis únicas dudas están en qué sucederá cuando la compañía suministradora de electricidad corte el fluido, ya sea por avería o porque los responsables de la catedral no paguen la factura correspondiente.

¡Lo que aprende uno viajando! Pero tengo que decirlo, me fastidia llegar al parking del Cañón del río Lobos y encontrarme una multitud de ancianos visitando el lugar. Podían venir espaciados, un día unos, otro día otros, pero no, las diputaciones, el INEM o quien sea no caen en esas sutilezas. Todos juntos que es más barato. El culto al gregarismo sale ganando con ello. Sí, un culto más, velas que poner por todos los lados.

Ni héroes ni amantes

Ya no hay héroes ni amantes trasnochados. Ahora es el viento simple de la mañana y las nubes cabalgado sobre la tierra; el amor no existe, es un mal sueño que debe despertarse a sí mismo para asumir su condición de proscrito. Hemos estado soñando, soñando con héroes y princesas, no queríamos despertar; innumerable veces la realidad, la mediocridad, nos dio en el hombro intentando sacarnos del sueño, pero éramos renuentes; adormecidos, con el calor de las sábanas en el cuerpo volvíamos a arrebujarnos en nosotros mismos, en la ilusión que nos preserva del frío del planeta, que quiere el calor y la fogata de la cueva neolítica, calor, seguridad, el anhelo amniótico de los seres vivos; huir del frío, fundirnos con el universo, con el Todo primordial cuando ya había sido decretado por Dios la expulsión del Paraíso.

El amor ya no existe, ahora hay que amañarlo, darle forma, determinar fríamente sus parámetros, sus actos, atenerse a las conveniencias de uno y otro tipo. “En el principio crió Dios el cielo y la tierra. La tierra, empero, estaba informe y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo”. Ese es el contexto mítico, el vacío, las tinieblas; el amor nos remite al Genesis, kosmou (griego, "origen del cosmos”), a la superación de los hechos primordiales para encontrar quizás, en un inmenso abrazo prometeico la luz, “Dijo, pues, Dios: Sea hecha la luz. Y la luz quedó hecha. Y vio Dios que la luz era buena: y dividió la luz de las tinieblas. A la luz llamó día, y a las tinieblas noche”. La luz que ha de alumbrar la vida, porque sin luz, sin amor sólo hay tinieblas y chirriar de dientes. Hay que volver a leer El Paraíso perdido de Milton, un precioso poema donde la mayor belleza de los versos corre de la mano de las tinieblas, los arcángeles que se debaten en la añoranza de una pérdida ya inalcanzable. Toda una inmensa poesía la existencia, que a punto estamos a cada segundo de convertir en puro estiércol; a cada instante la tentación viniendo a pedirnos conformidad, a robarnos los pocos ramalazos de grandeza que surgen de nuestros espíritus como pulidos y luminosos pétalos brillando en el rocío de la mañana temprana de un día de otoño.

Reflexiones sobre el movimiento y el sinremedio

El contexto de las líneas que siguen es el silencio que se produce entre dos almas.

Uno se encuentra bajo el síndrome de la abstinencia y la distancia. Y se despierta, y se queda mirando los árboles y el cielo, da vueltas por la casa con la certeza de que el reencuentro no es posible. Abundan en la existencia los sinremedios y el dolor que ellos producen no lo quita nadie, tanto si te tuvieron que cortar un brazo como si perdiste un amor. Siempre la vida queda un poco vacía tras la pérdida.


Tener, estar ocupado por una pasión da tensión a la vida. Si no tienes esa pasión lo más fácil es que la vida languidezca. Para salir de la atonía y de tomar el sol en la plaza del pueblo necesitamos que algún tipo de pasión crezca en nosotros. El afán por crear algo, el hilo incipiente de un afecto, la vivencia de un amor; acaso —no necesitaríamos pero existe— la inquietud del poder, las solicitudes del dinero, el espejismo de la fama, o bien algo más productivo, un proyecto que nos incite a levantarnos cada día de madrugada para poner manos a la obra; o quizás un reto, recibir de la vida la gracia de un reto. El deseo nos empuja y cuando no hay rastros de pasión ni de deseo la vida pierde consistencia, nos disolvemos en la nada, nuestros músculos se aflojan, es bastante probable que se nos quiten las ganas de vivir. Parece que uno no pueda estar parado más que por cortos periodos de tiempo, sólo un breve periodo de descanso entre dos movimientos, si no se quiere correr el peligro de ser deglutido por la no grata sensación de vivir sentado encima de la nada. De nuestra existencia da razón única y exclusivamente el movimiento; esa parece ser la conclusión, y así lo expresa Ulrich, el hombre sin atributos (Robert Musil), cuando después de dos mil páginas, al borde del abismo de sus relaciones incestuosas con su hermana Aghate, llega a la conclusión de que todo lo que hacemos, aquello por lo que nos apasionamos sólo cumple el destino inexorable de mantener en movimiento nuestra vida.

Mala cosa encontrarse una mañana frente al día que comienza ayuno de combustible, carbón, leña, gasolina, calor, viento; entonces, cuando sólo cabe confiar en la sabiduría del cuerpo o en que la tarde que sigue sea lo suficientemente plácida como para servirnos de balsámico, será el momento de la reflexión. Para qué coño esto, sí. Tan acostumbrados como estamos a poner una razón, un objetivo a todo lo que hacemos, tan prácticos nosotros y ahora resulta que no sólo los pantalones no nos llegan a la cintura, sino que, además, nos hemos quedado con el culo al aire.

Aburridos en el silencio del páramo nos acordamos, entonces, ah, del calor permanente del deseo cumplido, del rescoldo de hogar, Marta (mi hija) cuando explicaba el otro día cómo es su sueño, cómo ovilla su cuerpo en los brazos del otro y no se mueve en toda la noche y se despierta en la misma posición enternecedora en que se durmió; y hacemos elucubraciones acaso sobre esto o lo otro. Y tratamos de averiguar de qué se alimentan nuestras pasiones, y encontramos que eso que llamamos amor tiene mucho del trabajo de la biología que no duda en poner en juego su legión de liliputienses, a un puñado de neurotransmisores, para cuidar de la progenie; o descubrimos lo mucho que las relaciones de pareja deben al miedo a la soledad. Es obvio, los ramalazos de puro darwinismo participan sin ningún rubor en el ágape de nuestras pasiones. La leyenda platónica del ser demediado que busca durante toda su vida a la otra mitad, más parece un deseo romántico que una explicación. El impulso sexual y todos sus concomitantes, claro, trabaja ciegamente por traer al mundo una nueva vida independientemente de nuestra voluntad. Nos sojuzga, nos embruja, nos hace perder la razón con tal de que sea cual sea nuestro comportamiento todo vaya dirigido a ese fin último que es la reproducción. Es más fácil entender esa tensión de enamoramiento como una engañosa reminiscencia afectiva que trata de disimular el imperativo que trabaja en nuestro cerebro por la perpetuación, que asignar rango de idilio a la relación. Las “locuras incomprensibles” y fuera de razón en este ámbito son tantas que no viene mal sentirse uno como agredido paciente de una codificación genética. Algo alivia pensar así cuando no se es capaz de soltar amarras y mandar todo al cuerno.

¿Quien dice que sólo los griegos se veían envueltos en las artimañas y los juegos de los dioses? ¿Quien puede negar aquella evidencia de Santa Teresa que decía sentir como si el diablo jugara a la pelota con su alma? Que las grandes pasiones sean una manera de mantenernos en movimiento da un sesgo de doloroso relativismo a nuestra existencia, pero si a ello añadimos la arbitrariedad con que nuestro organismo y nuestros sentimientos pueden ser “manipulados” por el ingrediente bioquímico, pues apaga y vámonos.

O a lo mejor es que realmente amamos y... El Señor nos coja confesaos.