Anna Frank y mi higuera

Durante muchos años animó la vista de la ventana de mi cabaña una higuera que, como dedos abiertos de una mano que recogiera la lluvia, se mantenía frente a mí día y noche, estación tras estación como una buena amiga que me hablara continuamente de los temas más diversos. Si era primavera, los tiernos brotes de sus hojas, que el tiempo habría de volver ásperas, subían como llamas de esperanza alentadas por el calor; si invierno, despuntaban por el borde del alféizar como estilizados personajes de Giacometti, nudosos y esqueléticas sus ramas cimeras, como las manos sarmentosas de esa anciana que canta José Larralde. Me hacía entrañable compañía; en ella veía yo el cambio de las estaciones, escuchaba el rumor del viento. Sus hojas recogían la luz plateada de la luna; incluso la nieve de algún invierno caprichoso dejó en su tronco ceniciento el frío húmedo de su abrazo.

Hace unos días El País recogía la noticia de un famoso castaño de una plaza de Amsterdam que había de ser talado en los próximos días; se trataba del castaño que Anna Frank veía por la rendija de una de las ventanas de la buhardilla en donde, huyendo de los nazis, permaneció encerrada dos años. Esto escribía Anna en su diario: “Desde mi sitio preferido, en el suelo, miro el cielo azul, el castaño aún desnudo, en cuyas ramas brillan las gotitas, las gaviotas y los otros pájaros que cortan el aire con su vuelo rápido”. Esa rendija de la ventana de Anna Frank me recuerda hoy mi ventana y mi higuera. La higuera, igual que el castaño, murió de vieja o enfermedad; fue un verano en que viajábamos por algún remoto lugar de Asia; mi hija Marta nos escribió cariacontecida dándonos noticias del hecho; sabía lo que yo apreciaba la compañía tranquila de aquella higuera. Bajo su sombra escribí una novela, Ficus carica se llamó aquel relato, que después se transformó en Las hojas se volverán ásperas a raíz de una percepción pesimista en la que el paso del tiempo por fuerza habría de transformar la vida en “un par de ásperas garras” (Eliot).

Se perdió la higuera pero la ventana permanece; desde ella miro hoy el otoño todavía adornando nuestra parcela; el agua de los últimos días desnudó al arce de su esplendor, su vestido otoñal cayó a sus pies y alfombró el prado circundante con el oro de su hojas; junto a ellas nacieron setas de cardo y champiñones; las hojas de los prunus brillan como miel oscura traspasada por el sol; las hojas pinnadas de las acacias se mueven inquietas en el ángulo de mi ventana.

Entonces el horror recorría las calles de Amsterdan y de Europa. Anna Frank comienza su diario el día de su decimotercer cumpleaños, un catorce de junio de 1942. Todos desearíamos que por nuestras ventanas entrara el sol y pudiéramos contemplar la espléndida belleza del mundo en que vivimos, pero somos renuentes al aprendizaje. Los pocos años que pasamos sobre el planeta los convertimos periódicamente en un enorme charco de sangre; ahí tenemos hoy mismo en Hanoi a Busch el paranoico, defendiendo la permanencia de Estados Unidos en Irak basándose en la derrota que tuvieron en Vietnam.

Porque si al menos los unos y los otros se pudieran llevar sus delirios de grandeza al otro mundo y, convertidos en momias, vagar por toda la eternidad a cuesta con todo el poder y el dinero del universo... pero es que ni siquiera eso, unos pocos años y se acabó. ¿A qué coño juegan?

El dios de las pequeñas cosas debería guiar los acontecimientos del mundo. Seguro que un dios de estas características, más atento a los detalles, a los cambios de las estaciones, a las caricias, al calor del sol sobre nuestras mejillas nos harían más felices.

Frente a mi ventana corretean ahora dos conejos; a unos metros un mirlo está a lo suyo, picotea en la tierra negra a la búsqueda de lombrices; el viento mueve las hojas de los árboles.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El dios de las pequeñas cosas sigue ahí iluminando ventanas; las ventanas también permanecen, y la vida se renueva fuera. A veces abrimos la ventana (qué bien si tenemos la suerte de que sea grande) otras nos acurrucamos tras los cristales y vemos el exterior confortablemente protegidos y acogidos por el vaho que los cubre; incluso en ocasiones, echamos la persiana.Y eso es la vida. Ni bueno ni malo, la vida.