Thomas Mann y Machado en Cidones

Aquel día de Cidones fue levantarse rarillo y caminar por un espléndido cañón en solitario; y, además, los álamos dorados y el color almendrado de la roca con el juego de sus oquedades asomadas sobre el lecho del río; también hubo un pajarillo, un petirrojo que se acercó a compartir los cacahuetes que me comía bajo el chirimiri. El biógrafo Adrián Leverkühn, en Doctor Fausto, el libro de Thomas Mann, compone la vida de un músico, que a los veintipocos años supera en mucho la penetración y el nivel intelectual y cultural de la gran mayoría de los seres que habitan este mundo; sin embargo la equívoca entrada en un prostíbulo de Leverkühn, creando en él un relevante caos, permite al lector desquitarse del sentimiento de inferioridad a que le había sometido el competitísimo protagonista para poner las cosas en su sitio; la imagen hierática y prepotente del personaje se derrumba cómicamente frente al lector cuando aquel recibe sobre su hombro el leve contacto de una mano mientras improvisa en un piano vertical en el salón de un prostíbulo unos acordes, y que son como el tambor que anuncia una inmediata retirada de pies para qué os quiero. Estas rápidas pinceladas de humanismo reconcilian al lector con este aprendiz de genio; a partir de aquí será más fácil ver en él ese lado enfermo quebrando frente al cuerpo de una mujer. Lado enfermo en un sentido amplio, que por otra parte el autor vinculará profundamente al genio y a la energía vital que será fuente de las manifestaciones creadoras. En cualquier modo ¿cuáles son los sentimientos, las emociones que irrumpen en este tan pagado de sí mismo personaje, para que en determinado momento la música, las obligaciones sociales, todo quede a un lado frente a la urgencia de emprender un largo viaje en busca de la muchacha del prostíbulo que en un momento deslizó la mano sobre su hombro? Un levísimo contacto con la mujer, y de golpe todo brilla con dolorosa claridad, con un magnetismo imposible de resistir.

Decir que el individuo raramente hace lo que le place no es un disparate; muchos factores se interponen en su camino, un mar de confusión flota frente a él desde temprano. Los centenares de liliputienses que cada uno lleva consigo, porque las ataduras propias y ajenas suman su trabajo, nos privan de la libertad necesaria para distinguir con claridad en este nebuloso paisaje el camino conveniente; y entre ellos éste por el que me ando perdiendo desde hace un rato, un largo circunloquio para decir que de una manera u otra el ser humano se ve constreñido a permanecer lejos de sí mismo. En el libro de Thomas Mann el hombre que dedica su vida al arte y a la cultura, se desmorona por el efecto del contacto de la mano de una prostituta que se interpone entre él y su hábitat creando un cataclismo en la conciencia.

Cuando esa mañana me crucé con dos chicas —nos vamos a mojar, fue nuestro saludo—, no dejé de pensar lo que tantas veces pienso cuando me cruzo con mujeres. Mi cuerpo se expresa, nuestra indomesticada codificación genética no hace más que cumplir un cometido; luego nosotros le añadimos la poesía, el sentimiento, la euforia cupídica, si es que llega el caso, porque tampoco es necesario llegar siempre hasta allí mismo. Ya la moral establecida o las religiones se ocuparon de profanar la naturaleza inventando términos recurrentes que nos advirtieran sobre los peligros concomitantes al “amor”, y así inventaron la palabra lujuria para anatemizar y marcar las inevitables distancias entre el cielo y el infierno. De la misma manera que la atracción sexual lleva en sí implícita una trampa que reta a nuestra razón con la fuerza del instinto, nuestra razón ha de ser capaz de retar a su vez con el esplendor de su creatividad a todas aquellas fuerzas que, nacidas en nosotros bajo mandato biológico, pueden ser transformadas, como energías que son, en otros sofisticados productos, entre los cuales el erotismo es un buen representante de ello.

Y ya que estamos en tierras machadianas, Cidones, punto de arranque de la excursión del poeta que le llevaría a las tierras de Alvargonzález, no estaría de más hacer mención a Leonor, aquella muchachita de quince años (¡quince años!) que fuera esposa de don Antonio y a la que rindió enamorado tributo después de su muerte, ocurrida dos años más tarde, en estas tierras de Soria. No sabría expresar exactamente cuales son los pasos que me llevan a poner en relación asuntos de tan de diferente condición, sin embargo intuyo que, como tantas veces, el ser humano, apasionándose, dedicándose de por vida a determinados asuntos, poniendo en relevancia unos, minimizando otros, no deja de obrar con cierta ridícula arbitrariedad que deja con frecuencia “su cuidado entre las azucenas olvidado”. La profunda depresión de Machado ante la muerte de su joven esposa apunta precisamente ello. Una niña de la que se enamoró cuando ella tenía trece años habría podido ser suficiente para llenar un buen pedazo de la vida de este hombre insigne.

La cortina de agua que cubría los cristales del coche dio paso a un bello arco iris. La tormenta se alejaba hacia los altos de Urbión. Quedó una plácida tarde con un ruido de truenos en el horizonte. Una larga fila de chopos, con el amarillo del otoño en sus ramas, señalaba la línea del río.

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