Cuento de otoño

A la orilla del río. El tiempo parecía haberse detenido. Había estado lloviendo toda la noche intensamente, y el ruido del agua, unido al fragor del río cercano, le mantuvieron despierto durante mucho tiempo. A veces el viento mandaba una ráfaga de agua que se estrellaba ruidosamente sobre los cristales. Tras los asientos delanteros del coche había habilitado una cómoda cama. Dentro del saco de dormir hacía un calor agradable; estirado todo a lo largo oía relajado y con gusto la música del temporal; no hacía nada, era una situación muy poco cotidiana, aislado en un bosque bajo el diluvio. Su barba desarreglada e híspida, surcada por abundantes canas, le daba un aspecto asalvajado. El sonajero del agua terminó por dormirle. Ahora se había encontrado con una chica que llevaba un largo vestido amarillo con lunares azul prusia; era atractiva, el lugar donde se encontraban le era familiar aunque metamorfoseado por los caprichos del sueño, se trataba del alto valle de los Galayos que arranca desde el pueblo de Guisando, en cuya parte superior, convertida en esta ocasión en un típico valle glaciar se había instalado un mercado árabe perfectamente alineado como si de una legión romana se tratara. Él debía comprar algo que indicó a la chica susurrándoselo en el oído; ella le señalaba el zoco con la mano y después lo besaba, ahora de pies en la rampa de una estrecha calle de fachadas encaladas. Tenía unos pechos prietos y bien moldeados. Luego bajaron hacia el aparcamiento, a ella no parecía molestarle caminar con la incómoda falda de tubo que vestía. Debían buscar un lugar discreto, pensaba él, pero no había apremio; pasaron junto a un tojo de tronco retorcido y fibroso. En aquel momento una rama cayó sobre el coche y lo despertó. Las sombras de los árboles, envueltas en la lluvia, clareaban desdibujadas por los chorreones de agua que bajaban deslizándose por los cristales. Tardó algunos segundos en hacerse una idea de donde se encontraba. Recordó que dormía junto a un río, bajo las copas de unos sauces; sobre los cristales se habían posado algunas hojas amarillas, era otoño; la escena se fundía con la de la chica de la otra parte del sueño, recordaba la secuencia anterior como una película que se hubiera proyectando dentro de su cerebro. Le volvían las imágenes, sus caderas estrechas se confundían con las de él; ni cuerpo ni manos se sabía a quien pertenecían, ni las caricias que bajaban por su cuerpo que era a la vez el de ella. La chica del vestido amarillo de lunares azules no se había desnudado, sólo se había subido el vestido hasta la cintura. La agradable curva del trasero entre sus manos hizo que se produjera una breve revolución en su cuerpo; las caricias, aliadas con tan espléndida visión no tardaron en convocar a un puñado de sustancias que circulaban a esa hora por su organismo, de manera que fue inevitable que se produjera un pequeño cataclismo.

Era tan agradable estarse allí sin hacer nada dentro del calorcillo del saco de dormir en mitad de la noche... Llegaba desde fuera el estruendo del río. Las ventajas de acogerse a los beneficios del sueño implicaban la no necesidad de preocuparse por las minucias de las provisiones o el agua; una consideración que parecía surgir como de alguien que lleva una semana, un mes apresado en el reducido espacio de un vehículo . Era nuevo en estas experiencias, pero sabía que nadie, aunque esté en medio del desierto, se puede morir de inanición mientras sueña, así pues un problema menos, y por supuesto, un ahorro más, pensó. Sólo le cabía esperar pacientemente “el desarrollo de los acontecimientos” Así que, acurrucado en el saco de dormir, dejó pasar el tiempo, imaginó que acaso en esta nueva situación vinieran a visitarle obsesiones diferentes, lo que sería un alivio; descansar por unos días de ser uno, tomarse unas vacaciones y vivir al amparo de otras circunstancias y personalidad era una expectativa estimulante; un descanso por otra parte que daría variedad a los días, tan llenos últimamente de mucho de lo mismo. Tenía un efecto balsámico pensar que ya no tendría que preocuparse por las obsesiones y circunstancias corrientes, sus conflictos se habrían acabado y ahora estaría en otro mundo diferente, alivio inmenso que habría que agradecer al dios Morfeo. Y ello era un ejemplo, claro, quizás imaginaba mundos diferentes, acaso incluso su escritura dejaría así de planear incansablemente en torno a él mismo y sus circunstancias; aunque bien pensado, siéndole tan estimulante escribir sobre su vida no habría razón para desear que dejara de hacerlo; quizás lo interesante en esta nueva circunstancia era precisamente que, dado que su vida podía cambiar, que su universo temático podría ser sustituido por otro, ello posibilitaría escribir con un cierto aire de novedad otras historias. También le preocupaban cuestiones prosaicas como que cuando despertase no pudiera arrancar el coche; había olvidado desconectar el ordenador y era seguro que éste terminaría descargando la batería; y eso sin contar las condiciones en que pudiera quedar el camino después del diluvio de la noche. Se entretenía imaginando las hojas oscuras de los sauces y los álamos colgando como fruta madura de las ramas, girando al impulso del viento y el agua alrededor de su eje como veletas sin norte. Las nubes debían cubrir la ladera de la montaña. Se adormeció. Poco después leía un libro en el interior de una habitación que ofrecía el aspecto de una consulta médica; vestía un batín blanco. Sus ojos iban de una línea a la otra con la indiferencia de quien mata el tiempo a la espera de que llegase el momento de marcharse de allí. La luz, que bajaba de un ventanuco lateral, caía directamente sobre el libro. Sus dedos, que habían empezado ya a pasar la página a pocas líneas del último verso, se detuvieron, en su rostro había aparecido un interés repentino. En ese instante golpearon la puerta y él levantó la vista por encima de las gafas.

¡Pase! —dijo alzando la voz, molesto sin lugar a dudas por la interrupción.

El manubrio de la puerta giró y ésta se abrió lentamente.

—¿Se puede? —La voz procedía de una anciana que arrastraba tras de si un abultado carro de la compra.— ¡Buenas tardes! —Su cabeza, hundida en los hombros al final de su espalda concorvada, salía de su cuerpo como de una rapaz posada y de abultadas alas. Después de cerrar la puerta se volvió a dejar el carro junto a una silla cercana. Él creyó reconocer a la persona que entraba en la consulta en una anciana con la que había coincidido meses atrás en una tertulia del Ateneo de Madrid; ella había leído un poema. Su rostro era anguloso y su mirada determinante e incisiva. Encorvada en un sillón, con su cuerpo hundido y con ambas manos sobre el mango tallado de su bastón, le había llamado la atención por la impaciencia que mostraba su expresión a raíz de unas anécdotas, que parecían no venir al caso, con que uno de los contertulios había interrumpido el turno de las lecturas de los poemas del grupo. Recordaba estos detalles, cuando sorprendido por una extraña coincidencia, se sintió como niño cogido en falta. Un movimiento reflejo le llevó a ponerse en guardia e intentó ocultar el libro bajo unos informes. La rara coincidencia no podía ser más casual dado que la autora de aquel libro era precisamente la anciana que tenía delante. Ella, frente al movimiento repentino del doctor, esbozó un gesto de contrariedad, pero no dijo nada; también la anciana había reconocido al médico en un hombre tímido que había asistido no hacía mucho a una de las tertulias literarias; el libro que había escondido era sin duda el suyo. Ambos hicieron como que ignoraban su mutuo conocimiento. El médico, mirándola recordó la circunstancia de cuando le tocó recitar a ella; lo hizo con contundencia y dicción varonil, se trataba de unos versos que expresaba parte de la historia última de su vida, una indignada falta de resignación que clamaba despechada frente a las puertas de la muerte.

Él la observó por encima de las gafas; con un leve movimiento de la mano le indicó una silla frente a su mesa. La anciana se tomó tiempo para acomodarse. Sus movimientos eran lentos, pero nada en su expresión denotaba prisa o apuro por la excesiva lentitud con que se veía obligada a moverse. Era verano, el bochorno de la tarde excusaba el silencio de ambos. El libro, que había quedado oculto bajo una carpeta, pero del que se veía no obstante el lomo, atrajo la atención de la anciana, que ya en ese momento estaba segura de que aquellos eran sus propios versos. Esa constatación pareció animarla a hablar.

—Venía sólo a por unas recetas —dijo. Pero en seguida pareció haberse olvidado de esta primera aclaración—. Por cierto, ¿no se molestará usted si no reprimo la curiosidad de hacerle una pregunta?

El doctor, al que no se le había pasado por alto la rápida mirada que la anciana había dirigido al libro, dejó escapar una sonrisa cercana a la connivencia.

—Usted dirá —respondió.

—Me pregunto de quién serán esos versos que tenía usted ahí, sobre la mesa. Le ruego me disculpe, pero a mis años es inútil privarse del placer que supondría para mí descubrir entre los habitantes de este pueblo abandonado un lector de poemas. —La anciana parecía divertida de repente. No quería privarle a su interlocutor de una conveniente ración de ironía— Por cierto, que refugiarse aquí para leer, sería la única explicación verosímil para entender el horario de sus consultas; a nadie sin un motivo muy poderoso se le ocurriría recibir a los pacientes a un hora tan inhóspita como ésta.

En el rostro del interlocutor apareció un gesto de sorpresa que enseguida derivó hacia una amplia sonrisa. Se quitó las gafas. Río amablemente. Los ojos de la anciana brillaban vivaces e inteligentes desde su postura encorvada que le impedía mirar de frente.

—Conservo un lejano recuerdo de haber coincidido con usted en algún lugar, pero no sabría decir ni dónde ni cuándo —no sabía cómo abordar aquella familiaridad de la anciana—. ¿Le gustan los versos? —dijo al fin.

Ella hizo caso omiso de esta observación. Demasiado desmemoriado quiere aparecer este hombre, se dijo. Luego contestó: —Aquí una servidora es escritora de versos desde que aprendiera a escribir: doña Remedios, para servirle. ¾La anciana dejó pasar unos segundos y en seguida añadió¾ Tengo a la venta todavía algunos ejemplares, cinco euros menos que hace dos meses; si le interesa le puedo vender uno.

El doctor esbozó una sonrisa.

¾¿Versos de amor? ¾preguntó.

En esta ocasión la anciana fue contundente, le miró con cierta rechifla y le dijo poniendo aspecto de contrariada: ¾Perdone, así a primera vista le hubiera considerado más inteligente. Y excuse la intemperancia, pero una servidora no cayó nunca en esa tentación, creo que debería haberme mirado con más atención, habría notado sin derrochar mucha sagacidad que no hay ni huella en mi cara de ese rastro de estupidez que deja el enamoramiento en los rostros de determinada feligresía.

Él pareció tomárselo a broma. Por un momento cayó en la cuenta de lo absurdo de aquella situación, pero no desistió, el rostro de la mujer denotaba todo menos vulgaridad, quizás trataba de divertirse a su costa, acaso había pasado por las solitarias calles del pueblo arrastrando su carrito en busca de un entretenimiento y, no habiéndolo encontrado no le cupo mejor idea que meterse en el consultorio del médico a pegar la hebra con quien se prestase a ello. Al fin decidió terminar con su mal disimulada amnesia.

—De acuerdo, tardé en reconocerla a usted, pero ya, ya me sitúo. Aquella tarde en el Ateneo me llamó mucho la atención el poema que leyó, y particularmente su persona, usted misma leyendo con tanta pasión los versos.

—Ya —dijo ella. Hizo un inciso y dando por finalizada aquella digresión sobre poesía, continuó—. La verdadera razón de mi visita es un tanto inusual, verá, pero dado que usted parece aficionado a la literatura no le costará comprender lo que le voy a pedir—hizo una breve pausa, le miró a los ojos y continuó—. Necesitaba saber qué sucederá en mi cuerpo cuando me llegue la hora de la muerte y, estando de vacaciones en un lugar tan apartado como éste no se me ocurrió mejor idea que acudir a esta consulta. ¿Cree que me podrá ayudar?

Había empezado él a hablar de la oxidación celular y de los principales efectos de los radicales libres sobre el organismo, así como de la alteración que éstos producen en los lípidos, que a su vez dañan la membrana celular, pudiendo provocar la muerte de dicha célula, cuando el ruido del río empezó a oírse claramente en algún lugar de la escena; el agua golpeaba sobre la chapa del coche. Se dio la vuelta algo sorprendido por el cambio de escenario; durmiendo sobre el lado derecho los ruidos llegaban más apaciguados. El leve rastro del consultorio terminó por desaparecer. Ser un pionero en un inmenso bosque ya no estaba al alcance de cualquiera, pensó, dentro de la oscuridad en la que sólo una muy leve silueta de árboles podía verse. Le hubiera gustado probarlo en alguna ocasión, pero ya no quedaban lugares así, sólo le habría cabido la oportunidad de hacerse un prefabricado en medio de la civilización; una ironía, comprarse una caseta de esas de madera que venden en Leroy Merlin y colocarla en algún lugar de la parcela. Aunque quién sabe; si acaso fuera capaz de prescindir de aquello que no fuera bosque y aire... Hoy la cabaña de troncos de Thoreau junto al lago Walden se habría visto invadida por los visitantes durante el fin de semana. Por eso el proyecto de Rodrigo y Paula le parecía un maravilloso sueño no exento de la leve sonrisa de reconocimiento que se otorga a la fuerza de una ilusión. Su proyecto, levantar en pleno otoño una cabaña de piedra y ramas en las laderas de la Sierra de la Cabrera era propio de un hijo tan peculiar como Rodrigo, esa clase de propósitos que siempre se sitúan cercanos al límite en donde las propias fuerzas y posibilidades buscan la manera de abrirse paso. Su admiración por Thoreau se hacía extensible ahora a Rodrigo.

Aunque había transcurrido ya un buen rato desde que había amanecido, permanecía tumbado dentro del saco haciendo honor a la lluvia y a una deliciosa pereza que esa mañana celebraba como un premio que se hubiera concedido a sí mismo ante la imposibilidad de hacer otra cosa. Volvió a adormecerse una vez más. La preocupación de la anciana escritora de versos, por la muerte, pareció determinar el espacio siguiente, un lugar que guardaba cierto parecido con una oscura cripta al fondo de la cual se abría una profunda hornacina; pero también cabría confundirlo con el espacio abovedado en forma de nicho que los hospitales destinan a las resonancias magnéticas. En una especie de camilla que también podía parecer un catafalco, yacía el cuerpo de su hija. El catafalco se desplazó fuera de la hornacina y apareció el cuerpo completo. Estaba frente a un cadáver, sus carnes blancas tenían el aspecto de un cochinillo al horno poco hecho. Sus labios, abiertos, resaltaban dramáticamente agrietados. Su rostro, el color de la piel, eran la réplica de los colores de Tiépolo. Sin embargo ella se levantaba, pasaba su brazo por el hombro de su padre y decía: no pasa nada, ¿qué tal estás? Eso era todo; la oscuridad del fondo hacía desaparecer todos los detalles. Tampoco él parecía muy sorprendido, terminó mirando aquel cuadro como quien es consciente de que está dentro de un sueño que no tardaría en acabarse. Le despertó el sonido del teléfono vibrando sobre la bandeja trasera del coche. Se incorporó para cogerlo, pero sucedió algo extraño, no podía tomarlo con la mano, al intentar asirlo sus dedos no encontraban la resistencia que ofrecen los objetos cuando se los toma, los dedos se plegaban sobre los dedos. El timbre insistió durante medio minuto, lo miró apenas extrañado por el hecho. En un sueño todo era posible, pensó. Después volvió el sonido del río; ahora las gotas caían esporádicas sobre la chapa del coche. La expectativa de pasar una larga temporada en ese rincón de bosque inundado por el ruido del agua, incapacitado para relacionarse con la realidad corriente le hacía cierta gracia; quizás podría ver incluso con gusto cómo las hojas caían poco a poco en el transcurso de los días hasta quedar los árboles desnudos. Ese sería su reloj de arena, porque desde luego no, lo de la novela de Daniel Defoe ni pensarlo, no tenía intención de ir haciendo marcas en los troncos de los árboles como Robinsón Crusoe; el tiempo podría no tener importancia a partir de este momento. Le preocupaba, eso sí, la lectura, qué sucedería cuando terminara con Thomas Mann, con su libro sobre budismo y psicoanálisis, con George Gratz, el poeta expresionista alemán, o con los versos de García Calvo, porque indudablemente no podría dejar pasar el otoño sin que llegaran nuevos libros a sus manos, que por otra parte, ¿quién iba a ser el guapo que se los fuera a traer hasta este extraño bosque?. Por lo demás se encontraba tranquilo. Se imaginaba como un shadu recogido sobre sí mismo viendo amanecer y atardecer sin que entre lo uno y lo otro hubiera otra preocupación que escribir alguna cosa, leer y escuchar de vez en cuando el reducido repertorio de música que se había traído en su mp3. Como se ve un shadu posmoderno; con toda seguridad él no sabría llegar nunca a ese grado de sabiduría que hace que un hombre pueda alimentarse de cuatro hierbas y vivir el resto de los días sumido en profunda meditación. El coche era reducido pero se trataba de un lugar cómodo, no necesitaba más espacio; confiaba por otra parte en que la temperatura no descendiera tanto que le obligara a permanecer a lo largo del día dentro del saco de dormir. Habría de tener mucho cuidado sobre todo del portátil, un Toshiba de un kilogramo de peso que le acompañaba siempre y sin cuya concurrencia se iba a ver bastante perdido, ya que escribir a mano era algo periclitado hacía tiempo; escribir significaba el cálido tacto de las teclas, las hormiguitas negras sobre la pantalla, obedientes a los impulsos de su cerebro, que por demás últimamente estaba significativamente empeñado en llevar adelante el proyecto de relatar algo relacionado con el otoño; así que dejarle con las manos vacías sin la posibilidad de escribir, aunque el lugar fuera el apartado rincón de un sueño, habría sido un acto de inútil violencia, algo éticamente imperdonable. En ello pensaba no sin cierta preocupación. No quería ni imaginar cómo podrían ser las cosas de otro modo, aunque tampoco las tenía todas consigo, sobre todo pensando en el teléfono móvil que por alguna razón desconocida se había hecho inaprensible.

La fina arena del reloj de vidrio había empezado a caer imperceptiblemente por el delgado orificio que unía los dos senos de cristal. Eso era el tiempo, se decía, y miraba el paralelo caer de las hojas por delante del cristal trasero del coche. El tiempo era eso que había entre una hoja que caía y la siguiente (lo que está arriba termina siempre de una manera u otra cayendo sobre la tierra, también eso le hacía reflexionar), a más hojas caídas más tiempo. Y también el cambio en su textura, en su color; todo ello hablaba del tiempo. ¿Pero, además, qué era el tiempo? ¿para qué servía? Alguno podría decir que el tiempo era ese espacio en donde suceden los hechos, en donde uno hacía esto o lo otro, pero la cosa no estaba clara del todo, quizás sería mejor decir que el tiempo era la transformación lenta de todo, pensaba, la piel que se aja, el proceso de oxidación de las células, el cambio climático, el paso de una glaciación a otra, la llegada finalmente de la artrosis a los huesos de uno. En su caso el tiempo sería la lluvia, el viento, el paulatino desnudamiento de los árboles, acaso la esporádica subida del nivel del agua en el río.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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