Ni héroes ni amantes

Ya no hay héroes ni amantes trasnochados. Ahora es el viento simple de la mañana y las nubes cabalgado sobre la tierra; el amor no existe, es un mal sueño que debe despertarse a sí mismo para asumir su condición de proscrito. Hemos estado soñando, soñando con héroes y princesas, no queríamos despertar; innumerable veces la realidad, la mediocridad, nos dio en el hombro intentando sacarnos del sueño, pero éramos renuentes; adormecidos, con el calor de las sábanas en el cuerpo volvíamos a arrebujarnos en nosotros mismos, en la ilusión que nos preserva del frío del planeta, que quiere el calor y la fogata de la cueva neolítica, calor, seguridad, el anhelo amniótico de los seres vivos; huir del frío, fundirnos con el universo, con el Todo primordial cuando ya había sido decretado por Dios la expulsión del Paraíso.

El amor ya no existe, ahora hay que amañarlo, darle forma, determinar fríamente sus parámetros, sus actos, atenerse a las conveniencias de uno y otro tipo. “En el principio crió Dios el cielo y la tierra. La tierra, empero, estaba informe y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo”. Ese es el contexto mítico, el vacío, las tinieblas; el amor nos remite al Genesis, kosmou (griego, "origen del cosmos”), a la superación de los hechos primordiales para encontrar quizás, en un inmenso abrazo prometeico la luz, “Dijo, pues, Dios: Sea hecha la luz. Y la luz quedó hecha. Y vio Dios que la luz era buena: y dividió la luz de las tinieblas. A la luz llamó día, y a las tinieblas noche”. La luz que ha de alumbrar la vida, porque sin luz, sin amor sólo hay tinieblas y chirriar de dientes. Hay que volver a leer El Paraíso perdido de Milton, un precioso poema donde la mayor belleza de los versos corre de la mano de las tinieblas, los arcángeles que se debaten en la añoranza de una pérdida ya inalcanzable. Toda una inmensa poesía la existencia, que a punto estamos a cada segundo de convertir en puro estiércol; a cada instante la tentación viniendo a pedirnos conformidad, a robarnos los pocos ramalazos de grandeza que surgen de nuestros espíritus como pulidos y luminosos pétalos brillando en el rocío de la mañana temprana de un día de otoño.

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