Laguna Negra, 23 de
octubre de 2014
No deja de ser curiosa esta
afición de querer aclararse, buscarse a uno mismo yendo a patear hayedos y
barrancos. Esto iba pensando según me acercaba a la ermita de San Bartolomé. El
sol empezaba a bañar los altos del barranco llegando a la ermita. Hay veces en
que no es fácil entrar en situación, encontrar ese clima de recogimiento, de
nosequé que te permite moverte por la escritura y por las ideas con soltura,
cuando esto se da uno se mueve con familiaridad y la cosa fluye cada tarde casi
sin darte cuenta. No es el caso todavía. Me encuentro embotado, rígido, como no
aterrizado todavía en los bosques. Me falta el estado de gracia de otras veces,
la inmersión mental en ese mundo al que me aproximo. No basta estar físicamente
en él, es necesario estar allí también espiritualmente para que salga algo que
merezca más o menos la pena.
El barranco os lo podéis suponer
cómo está en esta época, y más a esta hora en que las luces son todavía una
caricia sobre la roca y las hojas de los árboles. No es que al que madruga Dios
le ayuda, es que la calidad de la luz de la primera hora del día y aquella otra
del mediodía no tienen nada que ver; esta última es excesiva, rompe las formas,
aplana los colores. La fotografía es luz, es la luz la que quema el negativo o
fija las formas sobre una pequeña célula, y si la luz no es buena, no es
generosa, no se deposita sobre los objetos y las formas con la suave delicadeza
del contacto de la seda, no hay nada que hacer. Recuerdo un otoño lejano en que
había empezado a trabajar en una pequeña escuela de Asturias, en el valle del
río Narcea; cuando llegó el mes
de septiembre me levantaba antes del amanecer y, cargando con dos cuerpos de
Canon, un trípode y varios objetivos, me iba a recorrer las riberas del río y a
hacer largas caminatas por los hayedos a la búsqueda de ese mundo esencial que
en pocos minutos empezaría a encenderse con la suave caricia de los primeros rayos
del sol. Todo ello antes de comenzar a trabajar en la escuela que debía abrir a
las diez de la mañana. Emboscado como un cazador furtivo perseguía en el
amanecer los colores, su despertar, sorprendía el rocío sobre las hojas de los
brezos, sobre los prados de aspecto aterciopelado con su manto blanco matinal.
Mi afición fotográfica al otoño viene de aquellos primeros años de escuela en
el pueblecito asturiano de Gedrez, o Xedrez, como lo nombran ahora.
Lo de hoy era muy parecido a
aquello, hoy con la ventaja de que no tenía que escatimar tomas. Entonces
trabajaba con diapositivas Kodacrome y había que prepararse y pensárselo dos
veces antes de disparar, entre otras cosas por el precio del negativo, no como
ahora que sacamos tropecientas fotografías, y muchas veces con un derroche poco
respetuoso con el arte fotográfico, que parece dejar demasiado espacio a la
casualidad de que entre tantas fotografías alguna salga buena. Estar solo en un
lugar tan especial y tan bello, entreteniéndome todo lo que hiciera falta para
hacer determinada toma, era una bendita suerte esta mañana. El agua y sus
reflejos, la amplísima colección de ocres, el rumor de la brisa en las hojas de
los álamos, la esbeltez de las formaciones rocosas, dos enormes farallones
guiando el curso del río. Si sólo hubiera sido un caminante habría sido un
delicioso paseo, pero hoy era más que caminante, hoy tenía más de cazador
meticuloso que busca cuidadosamente su presa entre los colores y las formas que
la mañana empezaba a dorar aquí y allá.
Cinco horas duró mi paseo por el
barranco. En realidad mis palabras en ocasiones como ésta deberían ser tan solo
una apostilla a las fotografías, las verdaderas protagonistas. Sólo que la
precariedad del material con que debo trabajar las fotos, un portátil del año
catapún en unas condiciones rudimentarias no va a hacer posible sacarle todo el
rendimiento a mi safari fotográfico.
A la tarde me dirigía desde el
barranco del río Lobos a Montenegros de Camero, pero dudaba todavía en pasar o
no antes por la Laguna Negra ,
que aunque la he visitado muchas veces todavía me atraía, la última vez que
estuve allí fue precisamente un mes de octubre y entonces reinaba un otoño
magnífico. Pasé sin más la desviación camino del puerto de Santa Inés, pero no
me había alejado medio kilómetro cuando cambié de opinión. Así que di media
vuelta y me adentré en los pinares. El sol estaba a punto de desaparecer pero
más arriba todavía las hayas fulgían magníficas mezcladas con los pinos. Los
inevitables recuerdos del relato de Machado de los hermanos Alvargonzález, una
excursión familiar en la que acampamos por encima de los farallones de la
laguna y en que a la noche me fue imposible pegar ojo, en esas cosas pensaba
mientras el todo terreno subía perezosamente la pendiente de la carretera. En
aquella época habíamos comprado una amplia parcela y la casa en donde ahora
vivimos y la situación administrativa de la vivienda no permitía que pidiéramos
un prestamo hipotecario, tan sólo era posible un préstamo personal que habría
que resolver en tres o cuatro años, no recuerdo bien. Es decir, todo lo que
ganábamos se lo llevaría el banco en los siguientes años, lo que nos obligó a
vivir durante este tiempo de la huerta y poco más. En esta situación estábamos
en aquellos momentos y mis nervios no me dejaban dormir. La noche que vivaqueamos
por encima de la laguna la recuerdo perfectamente después de más de veinte
años. Recuerdo que aquella noche de duermevela que me mantuvo despierto hice
toda clase de proyectos, todos encaminados a sacar dinero para pagar el
préstamo. Alguno de ellos, el más original y fiable para mí consistía en la
excentricidad de vaciar la piscina y dedicar aquel espacio a criar cerdos.
Podéis imaginaros el asunto. Pasé la noche montando la pocilga, amén de
trabajar en algún que otro proyecto más. Cuando ameneció todavía andaba
solucionando los problemas de limpieza de aquella improvisada vivienda para los
cerdos. He tenido otras noches de insomnio a lo largo de mi vida, y es curioso
en casi todas ellas hubo algo significativo, la excitación nerviosa al final de
una larga aventura pirenaica de toda la familia en una alameda en donde
Bartolo, un perro lanudo que encontramos por el camino, dormía acurricado a mi
lado mientras yo rehacía el recorrido de la alta ruta pirinaica que acabábamos
de concluir; el final de un largo viaje por Alaska y Canadá en un camping; una
larguísima nochevieja solo en el refugio Zabala, toda la noche reflexionando
sobre lo divino y humano; también cierta ocasión en que pasé una semana con mis
alumnos en el Puerto de Navacerrada, un campamento escuela en que transformamos
el hostal en barco y la laguna de Peñalara en la Laguna Negra para adaptarla al
relato de los hermanos Alvargonzáles que yo les contaba cada noche, esas
historias de miedo que tanto gustaban a mis alumnos y que revivían al día siguiente
in situ en nuestra ascensión a la laguna.
Algunos lugares tienen una capacidad
de evocación maravillosa. Lo tenían hoy mientras hacía los once kilómetros que
llevan a la Laguna. No
perdí tiempo, nada más llegar tomé el trípode y la cámara y salí disparado a
fin de aprovechar las últimas luces. No creo que dispusiera de más de media
hora pero tuve suerte con la poca luz que quedaba. Tomé el sendero que lleva a
Peña Ubiña y me fui a buscar el río, donde sabía que en otra ocasión había
recolectado alguna buena fotografía. Localicé una pequeña cascada, saqué el
trípode para hacer fluir el agua en mis tomas y después seguí riachuelo abajo
buscando colores en un bosque en el que anochecía ya irremediablemente. No
obstante algunas largas exposiciones creo que van a dejar unas buenas tomas.
Mañana lo veremos. En esta ocasión quiero centrar cada uno de mis post en un
lugar y el lugar de hoy fue el Barranco del río Lobos. Ya le llegará su turno a
la Laguna Negra
al día siguiente.
1 comentario:
Como me encanta ese espíritu en el cual siempre sacas algún motivo para viajar. Conserva ese espíritu para seguir siendo joven.
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