
Dependemos del amante en tanto nos expresamos en él, en tanto que lo necesitamos para dar testimonio de que estamos vivos; la ternura infinita que busca realizarse a través de nuestras manos o nuestros labios en otros cuerpos, en otros ojos. Pero ay si nuestras manos o nuestros labios se posaron equivocadamente; ay si nuestra ingenuidad fue sorprendida; ay, entonces, la energía sola, la energía inútil rodando con el peso de su fuerza, sin resistencia, sin empleo, pendiente abajo. Se hará añicos contra el barranco. Sólo quedará una nube de dolor y espanto; desengaño; un sufrimiento que se expresará en relación a la intensidad fatua del anhelo.
No deberíamos colgar en las paredes de nuestras habitaciones los enigmáticos retratos que alumbran nuestra pervertida e insana esperanza; al menos mientras seamos débiles, mientras no aprendamos a mirar con el ánimo tranquilo en los ojos de la Hidra de las múltiples cabezas. Y es que el cuerpo, atareado en los afectos, se hizo débil mientras tanto, perdió la constancia y la fuerza de los empeños; dejamos de ser los seres fuertes y dispuestos que éramos mientras subíamos por las laderas de las montañas, mientras corríamos camino de la meta.
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