Domingo por la tarde

Para la melancolía de un domingo de otoño, sugerir como única razón la desesperanza. Del silencio de la tarde tan sólo brota la explicación plausible de un organismo que crea anhelos y expectativas pero que anega sus energías en la vía muerta de un páramo deshabitado. El anhelo que nos salvaría de nuestra irremediable soledad, de la necesidad realizarnos en el otro.




Dependemos del amante en tanto nos expresamos en él, en tanto que lo necesitamos para dar testimonio de que estamos vivos; la ternura infinita que busca realizarse a través de nuestras manos o nuestros labios en otros cuerpos, en otros ojos. Pero ay si nuestras manos o nuestros labios se posaron equivocadamente; ay si nuestra ingenuidad fue sorprendida; ay, entonces, la energía sola, la energía inútil rodando con el peso de su fuerza, sin resistencia, sin empleo, pendiente abajo. Se hará añicos contra el barranco. Sólo quedará una nube de dolor y espanto; desengaño; un sufrimiento que se expresará en relación a la intensidad fatua del anhelo.

No deberíamos colgar en las paredes de nuestras habitaciones los enigmáticos retratos que alumbran nuestra pervertida e insana esperanza; al menos mientras seamos débiles, mientras no aprendamos a mirar con el ánimo tranquilo en los ojos de la Hidra de las múltiples cabezas. Y es que el cuerpo, atareado en los afectos, se hizo débil mientras tanto, perdió la constancia y la fuerza de los empeños; dejamos de ser los seres fuertes y dispuestos que éramos mientras subíamos por las laderas de las montañas, mientras corríamos camino de la meta.

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