Camino de casa

Después de varios días de lluvia ininterrumpida decidí emprender una tarde el camino de vuelta. Abandoné con cierta nostalgia la alameda en donde había permanecido los últimos días, un prado cercano a la corriente formidable del río Irati, que oía bramar día y noche desde el interior del coche. Mis temores de que el automóvil no pudiera remontar la empinada y abrupta pendiente del camino, por donde bajaba el agua como si fuera un río, fue infundada; los neumáticos agarraban bien en el firme pedregoso.

Pernocté en un área de descanso. Después de las diez de la noche vi subir un coche hacia el aparcamiento, un área de descanso en un altillo solitario; paran, apagan todas las luces, todas, y quince minutos después compruebo cómo ponen el coche de nuevo en marcha y bajan por la rampa que lleva a la autovía. La luz no les debía de llegar ni para encontrarse los genitales, pero mira por donde cuando las ganas aprietan hasta el páramo venteado de este cerro en plena oscuridad era un lugar apropiado para quitarse los calores de encima. Buena cosa la de quitarse los calores de encima.

Por el camino me entretuve en la ciudad vieja de Tudela, muros y fachadas que recordaban lejanamente a Venecia. Pasando Tarazona empezó a llover intensamente; ya fue imposible parar, diluviaba.

Una buena parte del viaje de regreso se me fue en reflexionar sobre el hecho amoroso, sobre las convenciones, el tiempo, la soledad, las razones del acto de vivir. Todavía necesitaba desahogarme; tenía reciente la cita de Jean Genet: “La soledad no me es concedida; soy conducido a ella por un interés por lo bello; quiero definirme en ella, delinearme en sus contornos, emerger de la confusión. En suma, ponerme en orden”. Algo así había querido ser mi solitario periplo otoñal. Sin embargo, de camino a casa, todavía me movía en el laberinto por el que el otoño me había llevado: ¿afecto, amor, costumbre, pasión? ¿Cómo ponerse en orden? El matrimonio no necesariamente debe guardar en sí una pasión; la pasión es otra cosa, es la concentración en el tiempo de una fuerza que, aún siendo poderosa, todavía no ha habido manera de poner a prueba, no pasó por el crisol de una convivencia prolongada, no tuvo hijos, no experimentó el pulso ni los altibajos de los años de la vida; la pasión retuerce frecuentemente sus dedos y su exasperación en un deseo ciego que no pocas veces sirve a nuestra destrucción. No parece descaminado decir que la pasión es zozobra, una tensión incontrolable en la que nos cocemos a fuego lento. Una forma de pasión. Hay otras también.

Y llovía intensamente. El limpiaparabrisa no daba abasto.

Pero el amor, y con él la pasión, puede ser también otra cosa. Puede ser nuestro ofrecimiento, nuestra ayuda, nuestro deseo de que el otro crezca, posea un espíritu hermoso y valiente. Nuestra pasión se resuelve entonces en el hecho creador, en la ayuda pertinente. Somos amando. Ser amando significa entonces realizarse en el otro, quererlo denso, capaz, creador, significa desear su felicidad, sea cual sea el camino que ésta tome para hacerse efectiva.

Llegué a casa. Estaba especialmente bella la parcela; también aquí llovía.

El otoño está casi en su final. En mi viaje por las tierras de la península había recolectado un buen número de historias y recuerdos. Ahora sólo me quedaba ponerles orden y colocar la escritura una debajo de otra. El libro, acorde con la estación y, con un proyecto previo de completar un ciclo estacional, se titularía Otoño.

(Los dos primeros libros de este ciclo estacional están disponibles en este mismo vínculo)


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