Puente Poncebos, 31 de octubre de 2014
Hoy me hice
pequeñito pequeñito y me fui por ahí por el bosque a ver cómo se veía el mundo
desde esa estatura. Fue un hallazgo, como si no hubiera pisado un bosque en
mucho tiempo, de pronto una diminuta flor que otro día me hubiera pasado
desapercibida, al aproximar el zoom aparecería con un rizado de gotitas de
rocío alrededor de sus pétalos, pequeñas perlas rodeaban sus alas blancas; una
seta que no levantaba más de tres centímetros del suelo aparecía como un mundo
de armonías sienas y ocres; la pelusa del musgo que era iluminada por el sol
rasante se convertía en una pintura abstracta; la punta de una roca que había
sido colonizada por un liquen semejaba la cumbre del Kilimanjaro en noche de
luna nueva. El diminuto mundo del bosque se había convertido en el protagonista
de mi afanosa cámara fotográfica, y yo, chiquitín como un liliputiense de la
novela de Jonathan Swift y su Gulliver, y mi cámara recién estrenada andábamos como
en otro mundo.
El Kilimanjaro a la luz de la luna |
Sucedió que
me había liado para llegar donde comenzaba mi track del parque natural de Saja-Besaya
y la pista que seguía se había convertido en un fondo de saco. Me quedaba la opción
de dar media vuelta y buscar la pista correcta, pero no, decidí aparcar el
coche y comenzar a andar por allí mismo, un camino que se internaba en un
robledal por la margen derecha de un arroyo. Apenas había caminado un kilómetro
cuando me llamaron la atención algunas flores tardías y los reflejos que los
árboles producían en el agua. En otra ocasión no habría tenido tiempo para
pararme y dedicarle el tiempo que fuera necesario a esas pequeñas cosas que me
rodeaban, pero esta mañana, desprovisto de un itinerario que cumplir me sentí
más dispuesto a “perder el tiempo en nimiedades”. Y fue así que empecé a
descubrir ese mundo de lo pequeño que no sólo no vemos sino que además
pisoteamos sin darnos cuenta impelidos por el consabido apresuramiento que nos
lleva siempre a no sé donde, casi siempre algún lugar para a la postre sentir
la sensación de que hemos cumplido con un objetivo. Casi siempre vamos aquí o a
allí, ese es el propósito expresado o no, raramente no vamos a ningún sitio; y
es curioso y raro que no hagamos excursiones que no tengan un objetivo determinado,
un valle, un barranco, una cumbre, cuando sabemos que si lo interesante está en
el camino y no en el hecho de llegar a determinada cima, lo que deberíamos
hacer es ir a ninguna parte, echar a andar y ver dónde nos lleva el ánimo.
Cuando no vamos a ningún lugar preciso sucede lo que me sucedió a mí, se puede
producir un pequeño milagro, porque al no estar empujados por ningún deseo
determinado el espíritu puede regalarte con una predisposición muy especial a contemplar
lo cercano y diminuto, las formas, los colores, sus contrastes, te puede llevar
a examinar en la oscuridad de un remanso el reflejo de los árboles oscuros y el
brillo de sus hojas doradas.
Me fui pues
caminando y metiendo las narices en todos los rincones, y así descubrí un
tronco que había doblado sus rodillas sobre el río y que había sido
superpoblado por montones de setas que debieron encontrar en el leño caído el
lugar ideal para crecer y multiplicarse. El camino no aparecía en mi mapa y la
flechita del gps navegaba en el más absoluto vacío, sin embargo la senda subía
y subía descubriéndome aquí una cascada, allí una oscura cueva en donde
pequeños helechos y plantas amantes de la oscuridad y la humedad proliferaban
arropados en un silencio de cueva. Algo más de tres horas de paseo sin cometido
que llegó a su término cuando mi estómago empezó a barruntar que la hora de la
comida debía de estar próxima, instante en que di la vuelta y tomé el mismo
camino de regreso.
A la sombra
de un arce me hice una sopa, me freí unas alitas de pollo que acompañé con un
vasito de vino, terminé con el último plátano que me quedaba y concluí la
comida con el café acostumbrado.
Tuve que
revisar por dónde iba a transcurrir mis próximos otoños porque Santiago muy
amablemente me advirtió por teléfono que a partir del lunes el tiempo
cambiaría, que por el norte se anunciaba un descenso en las temperaturas de
dieciséis grados. En mi lista estaba hacer alguna excursión por Picos de Europa
más adelante, pero ante estas noticias decidí que mañana mismo subiría a Vega
Urriello a hacer una visita de cortesía al Naranjo de Bulnes, que ¡cielos!,
parece ayer y ya habían transcurrido treinta años del último encuentro, una vez
que toda la familia atravesamos el macizo de sur a norte y que llegamos al
refugio de Urriello con necesidad de asistencia médica. Bajando los cinco por
una canal, uno de mis hijos desprendió a su paso algunas rocas y una de ellas
terminó alcanzándome la cara rompiéndome el tabique nasal. El encargado del
refugio logró recomponérmelo, me lo dejó tan bien que cuando llegué a casa no
necesité ir al médico. La vez anterior que había estado por allí habíamos
subido por la cara sur del Naranjo y vivaqueamos en la cumbre. Aquel día
tuvimos un crepúsculo muy espectacular. Manolo el dientes, Moisés Castaño,
Bocanegra, alguien que no recuerdo y que posó en calzoncillos para la
posteridad aquella tarde y un servidor componíamos el grupo de agraciados para
un vivac en lugar tan especial.
Hoy paso la
noche en el aparcamiento junto a Puente Poncebos. Mañana espero salir muy temprano.
Me hace ilusión ver el Naranjo al amanecer.
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